domingo, 25 de abril de 2010

Una mesa de ping-pong rosa

Así, a ojo de buen cubero, debía correr el verano del 73. En cualquier caso fue un verano más allá de los once y más acá de los quince. Nuestro particular verano azul -mucho antes que a don Antonio se le ocurriese la brillante idea de llevar veranos azules a la pantalla-, todavía con un pie en la redondeada niñez y ya con otro en las cortantes aristas de la pubertad. Ese año, y a causa de un accidente sufrido a bordo que obligó a intervenirle una rodilla, mi padre pasó el verano con nosotros. Mi padrino, amigo suyo y ex-compañero de fatigas, puso a su disposición las llaves de un pequeño chalet junto a la playa de San Juan. Para mí, San Juan nunca llegó a tener rostro de pueblo, urbanización u hoteles, ni siquiera de tiendas. Tal vez los hubiera, pero mi memoria no registró nada más allá de las cuatro parcelas y el camino de tierra que, bordeado de tapias de cortijillos o chalets a un lado y de campos al otro, conducía hasta el mar. Hoy sería incapaz de regresar, tanto como lo soy de recordar la forma en que llegamos, imagino que nos trasladaría el padrino, en su coche, ya que mi padre no conducía y no recuerdo por las cercanías parada alguna de autobús.

En las parcelas -cuatro o cinco- que componían aquel espacio mágico, mi padrino y algunos de sus amigos había hecho causa común para levantar las casas, cada uno a su estilo pero contratando unidos aquello que no podían hacer arrimando el hombro a la obra. "Villa Toño", que así se llamaba la parcela esquinada que ocupaba la casa de planta baja, no tenía piscina y, en su lugar, disponía de un pequeño huerto (tomates, lechugas, pimientos, patatas...) y algunos frutales (nísperos, melocotones, limones y almendros). Pequeños setos floridos, generalmente de adelfas o margaritones, bordeaban el perímetro dando color a la valla de piedra clara. Las provisiones las acercaba cada mañana una añosa furgoneta que hacía una ruta con pan y básicos, o bien los visitantes: las familias al completo, con nietos o sobrinos, que se acercaba a pasar el fin de semana desde la cercana ciudad -aunque a mí me pareciese que estábamos en el fin del mundo, me consta que San Juan dista apenas una decena de kilómetros de Alicante- y se reunían con nosotros a pasar sus horas de asueto. Todavía a medio criar, la casa disponía de unas habitaciones amplísimas con apenas otro mobiliario que camas y colchones, suficientes para que toda la tribu durmiese en blando.

Alineábamos las camas bajo las ventanas que miraban al este e, indefectiblemente, el sol de amanecida nos hacía cosquillas en los párpados mientras un coro de gallos retándose nos servía de despertador. Mi padre se levantaba temprano para, cojeando, irse a regar el jardín y la huerta antes de que apretara el sol, dando tiempo a preparar desayunos y recoger sueños. Al cabo, con la casa ya puesta en marcha, también los niños rompíamos el día.

Zanquilargos y enjutos, morenos de uva al sol mediterráneo -incluso aquella gamba rojo vivo que era siempre mi primo, el mesetario- disfrutábamos de aquella burbuja mágica. Fue un verano de bañadores, chancletas y toalla al hombro para emprender, apenas terminado el desayuno y cuatro pequeñas obligaciones impuestas, el camino a la playa por aquella carreterilla fresca, minúscula, apenas más que "una veredita alegre con luz de luna o de sol" que cantaba la Dama Pradera; con sus tapias enjalbegadas, húmedas de rocío, que docenas y docenas de caracoles usaban de autopistas hacia el verdor apetitoso de las hojas que las tapizaban -hiedra, madreselvas y dondiego-, aquel mismo camino que, más tarde, bajo el hiriente sol de mediodía que nos acompañaba al regreso, nos parecía tres veces más largo, agotados como íbamos de mar, rebozados de salitre y arena para hallar que las tapias, antes en sombra fresca, habían sido colonizadas por las lagartijas y convertidas en solariums, mientras al otro margen las cigarras hervían en un desesperado e incesante cricri de cortejo.

Por las tardes, después de la comida, arranados a la fresca del porche, tramábamos todas las inventadas y las por inventar. Durante aquel verano los muchachos, aquel par tan dispar y, al tiempo, tan parejo, me enseñaron el arte de trepar a las ramas del almendro, y el de hacer diana en las latas de conserva (mi madre nos hurtaba del alcance los botellines de vidrio) con la escopeta, a perdigonadas; a volar las cometas y no hurgar a mano viva bajo las piedras -los pequeños alacranes salían a una velocidad pasmosa-; al cabo, ya de anochecida, triscábamos por las huertas y regatos junto al resto de la tropa, hijos de los vecinos, aquel clan indescriptible y variopinto del que nos sentíamos, por mayor edad, los amos. Luego, cómo no, llegaban los mayores más mayores y nos veíamos, de nuevo, relegados a simples mañacos bullangueros, contadores de chistes malos, como el inefable -y totalmente olvidado- de la "mesa de pingpong rosa" que Pedro -ay, Perico, Periquín- contaba hasta aburrir a las piedras, consiguiendo con su machaconería que nos pudiera la risa antes siquiera de comenzar el chiste, y que le corriésemos a chancletazo vivo para que no lo repitiese más.

Convertimos en fiesta la recogida de la almendra, con su aterciopelada cubierta verde, y el ensacado. Fue el verano de los sustos -antológico el de nuestro Pedrín, que casi le cuesta la vida y a nosotros un disgusto- de la aventura alegre y dolorosa de crecer, de las primeras decepciones, los primeros encuentros con una realidad que aún no nos pertenecía del todo pese a vivir en ella, la conciencia de lo prohibido y del precio de cruzar los límites; el verano de robar limones, de farolear como pavitos en las piscinas o hacer aguadillas en el mar; el verano de tumbarnos sobre la tierra trabajada y llena de vida, bajo las estrellas, a contarlas, con los insectos haciéndonos cosquillas y los grillos haciendo los coros de la canción de nuestras risas.

Fue una burbuja en el tiempo y el espacio, una isla inaudita, un lugar entre fronteras, desgajado del resto del mundo, donde éste no podía tocarnos.

miércoles, 17 de febrero de 2010

La Lechería Azul

Todas las tardes de verano y muchas mañanas, nuestro camino pasaba frente a la Lechería Azul, allá en la avenida Pérez Galdós. Recuerdo, como si fuera ayer, el aroma de la leche cruda; el mostrador de mármol con los huecos en que reposaban las cántaras de aluminio, cubiertas y enfriadas, con su contenido deleche merengada, granizado de café, leche con canela y limón, granizado de limón...

Y el obrador. Con sus largas e inmaculadas superficies de trabajo, donde se alineaban bandejas de pequeñas medias lunas, olorosas de masa y aceite, espolvoreadas de harina, justo antes de colocarlas en los soportes y llevarlas al horno. Un olor caliente y espeso. A gloria bendita.

Aquella lechería era parte de mi vida. El negocio era propiedad de mi padrino de bautizo, un amigo de mi padre, con el que había navegado durante muchos años. Era alicantino de pro -Poveda, que es de lo más alicantino en apellidos que conozco- y alicantina era también María, su mujer. Tenían cuatro hijos: Antonio, Paquito, Miguel y Pedro. Antonio, el mayor, me llevaba dieciseis años y Pedro, el más pequeño, era seis meses mayor que yo.

Cuando llegué al mundo mi padrino estaba en alta mar, y no podía hacerse cargo de su puesto. Delegó en su hijo mayor que fue, al final, quien me llevó a la pila de bautismo (la madrina era mi abuela, y no tenía el pulso para según que trotes). Con un gracejo peculiar, Antoñito dijo aquello, tan manido por otra parte, de: "Guardadme a esta niña, que cuando crezca me caso con ella". Pero como es lógico no esperó a que la niña creciera, porque a mitad de camino se le cruzó una alicantina guapa y sandunguera, y maridaron pronto.

Así que quienes anduvimos siempre a la greña, por las habitaciones de la lechería, que se usaban de almacén, o dándonos collejas por las calles de la ciudad, fuimos Perico y yo. Mi Pedrito, que a veces me volvía loca y otras me desesperaba, cegato como un topo, flaco y risueño. Yo hubiera querido ser chico, para poder andar por donde él andaba y que no me largasen con cajas destempladas por ser chica. Luego, llegó la adolescencia, se fueron espaciando los veranos y, un año con otro, la Lechería Azul, mi padrino y Pedro, quedaron atrás. Sé que, al final, el negocio se lo quedaron Paquito, el hermano mediano, y Rosa, su mujer. Tal vez todavía hoy amase, en el obrador de la trastienda, los dulces frescos, horneados del día.

A veces, el aroma de la masa sobre el mármol, o el de la leche con canela y limón, me arrastra de nuevo hacia la pequeña lechería, donde tantas y tantas horas de la niñez se quedaron dormidas en la masa del pan y los bollos deleche. La niñez, el territorio de los sueños.

sábado, 4 de octubre de 2008

La bruja del piano

Hay a quien le abandonan, a veces, las Musas. A mí, además de las hijas, quien cada vez me abandona con mayor frecuencia es la madre. Mnemosine se va de parranda con su señor marido y pasa olímpicamente. En fin, mejor será que no me disperse ahora que la he pillado a traición, mientras cruzaba por el cuarto, no vaya a ser que me vuelva a pasar año y medio sin verla.

Hace ya algunos años (mejor no hago números) un caballero se enamoró de mí. Ah, sí, sí. Alguna vez he despertado pasiones, pese a todo. No corrían, en aquella época, buenos tiempos para la lírica. Tenía yo una situación personal tirando a frágil, inestable y algo aperreadica, recién salida como estaba de un casorio herrado (con "h" de "hijademividanoeresmástontaporquenoentrenas"), viciado de origen por falta de sesera de los contrayentes. El maridaje en cuestión había tenido, como es normal, cosas buenas entre las cosas malas. Y en el activo que había quedado a mi cargo se contaba, deogracias, mi hijo.

Bien, el caso es que una tenía muchas responsabilidades, escasos recursos y poquísimo humor. Y, pese a todos los pesares, sí, un caballero se enamoró de mí. Cosas que pasan. Y llegó a declararse, con timidez, a la antigua usanza: me remitió una cajita de laca, forrada de terciopelo azul, con una dulce declaración de amor y una preciosa oferta de vida en común. No, no, no chasqueen la lengua; es la pura verdad, tal y como lo cuento.

Lamentablemente, por aquel entonces yo todavía mantenía los pies firmemente amarrados contra el suelo, porque después del último trastazo no me apetecía nada, pero nada de nada de nada, levitar ni medio centímetro. Así pues, mi respuesta fue... fue... a ver, no sé cómo decirlo con suavidad... digamos que fue muy cortés, pero algo brusca y ligeramente baja de temperatura.

Bueno, eso. Que le contesté que no. Que lo sentía muchísimo de la muerte, que yo también le tenía muchísisímo cariño pero que si quieres arroz, Catalino (no, no se llamaba Catalino), no estaba dispuesta en absoluto a fastidiarle sus próximos treinta o cuarenta años con la carga de todos mis problemas porque yo, señor mío, tengo muy mal genio y soy una bruja redomada aunque "todavía" (recalqué con saña lo de "todavía") no me haya salido la verruga en la nariz.

Que quieren que les diga. Hay hombres que no saben aceptar un no por respuesta. Incluso los hay que saben darle la vuelta a los noes como quien se la da a los calcetines. Ladino, él, me contestó que bueno, que vale, que encantadísimo de seguir siendo mi amigo del alma y nada más Tomás, pero que, aunque le constaba que tal vez estaba estirando el brazo más de lo que le podía cubrir la manga... no iba a dejar de rondar la reja.

La rondó durante meses. Los meses que consideró necesarios, llenos de mimos elegantes, de citas tranquilas, de espacio libre donde corría el aire sin levantar vendavales y de cercanías donde explicar las mil y una curiosidades con las que sabía cebar el anzuelo. Una es, a fin de cuentas, tan simple que no cuesta trabajo conocerle los mecanismos, los gustos, las fobias, las querencias, las manías... si a eso se le une una exquisita capacidad para medir los tiempos, las pausas y las aceleraciones, al cabo la cosa termina con la tonta en el bote.

Así llegó un día en el que, convencida de que él estaba convencido, convencida de que sabía la prenda que se llevaba, convencida de que no iba a haber sorpresas de última hora, servidora se decidió a dar el sí. Y ese día, sin petición de mano (porque ambos éramos ya talluditos) nos intercambiamos los regalos. El suyo, precioso, fue una pequeña tortuga esmaltada en cloisonné. Una diminuta preciosidad que, según afirmaba, parecía mi alter-ego. Yo, por mi parte, le regalé una bruja, también diminuta y tocada por un sombrero picudo casi más grande que ella, que murmuraba sus sortilegios, rodeada de libros, calabazas, manzanas rojas y escobas, encaramada sobre la tapa de un piano de cola que daba vueltas al ritmo de la melodía de "Love Story".

- Si te empeñas en vivir con una bruja, será mejor que vayas entrenando con ésta... recuerdo que le dije.

Y él se rió.

Desde aquel día ha llovido mucho. Lluvia y lágrimas, la verdad; aunque también hubo muchos momentos dulces, risueños, divertidos, pícaros, cómplices, aleccionadores, ilusionados, brillantes, esperanzadores...

Hace tiempo -casi cuatro años, como quien dice ayer- que él ya no está. Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando como rezaba aquel tango de Alfredo Le Pera que cantaba Gardel (que los poetas, a veces, aciertan hasta el hueso). Pero aquí, junto a mi cama, con otros recuerdos de aquel tiempo agridulce, me contemplan todas las noches una tortuga de cloisonné de colores y una bruja con una capa azul, encaramada a un piano que, a modo de nana, me acuna tarareando

Where do I begin
to tell the story of how greatful love can be
The sweet love story that is older than the sea
that sings the truth about the love he brings to me
Where do I start ...

lunes, 23 de abril de 2007

AQUELLA VIEJA TELE

Corría el mes de Septiembre de 1964 cuando, una tarde, vinieron a traer el regalo de Reyes de aquel año: mi padre se había liao la manta a la cabeza y había comprado -a plazos- un televisor.

Era un INTER. Blanco y negro, por supuesto. El INTER no, las emisiones. Una caja grandona, con tres botones -brillo, contraste y sonido- redondos, y un par de cuernos que se le colocaban en la cresta para aumentar la señal que bajaba, desde una antena que los operarios habían puesto en el terrado de la casa, y entraba reptando por un cable desde el balcón.

Para lo que se estilaba por el barrio en mi casa éramos muy raritos, así que no pusimos el televisor en el comedor, donde toda la familia se reunía a la hora de zampar, sino en la salita. Porque nosotros, como éramos raritos, teníamos una salita con dos sillones de skay y un mueble estantería para libros justo allí, donde todo el mundo tenía un dormitorio con literas para los dos, o tres, o hasta cuatro vándalos de progenie. Tampoco es que la casa diera para mucho más, la verdad; nos habíamos adelantado en ocho lustros a las soluciones habitacionales de doña María Antonia Trujillo, ínclita ministra de la cosa esa de las cajasdezapatos apiladicas, y medía 25 metros cuadrados mal contaos.

Pero en aquel saloncito, donde mi cama-plegatín quedaba pegadita a la pared, mis padres colocaron a San Televisor. Recuerdo que me sentaba con las piernas cruzadas a lo indio, bajo la mesa del comedor, y podía ver las imágenes del aparato anclado en la salita porque, decían, había que tener una distancia de seguridad entre la pantalla y uno, así que mamá no me dejaba acercarme demasiado.

Allí, en el refugio que representaban las cuatro patas y el sobre de la mesa, me quedaba atónita por las tardes, después de merendar -y si me había portado bien, claro- contemplando la programación infantil. Que la ve un niño de hoy y s'escojona vivo de lo cándidos que éramos... a veces.

Me gustaba el Cesta y Puntos, y a papá le gustaba que lo viera. Claro que mi colegio nunca se metía en esos berenjenales, y supongo que si se hubieran metido tampoco habría caído la potra de que me seleccionaran a mí, pero me hacía ilusión pensar que yo también me sabía las respuestas a algunas preguntas. Las facilitas, claro. La lista de los reyes godos, y cosas de esas, porque en cuanto cogían el hilo con las matemáticas ya me daba el dolor de barriga.

El colmo del desenfreno era cuando me dejaban ver Los Invasores, con el dedo aquel tieso y tal. Creo que lo hacían para que cogiese miedo y dejase de dar la murga con querer ver programas con rombitos. Porque mis padres vigilaban lo de los rombos, por seleccionar lo que podía ver y lo que no. Aunque la verdad, eran de un permisivo que... Estudios Uno y todo, me llegaban a dejar ver, sin el menor empacho.

Raritos, claro. ¿No lo había dicho ya?

La cosa se extendía por un par de horas, como mucho, y luego todo se apagaba, cenábamos, me cepillaba los dientes, me abrían el plegatín y, una vez ensobrada, me daban un beso de buenas noches y a buscar otro día.

Igualico que ahora, vaya. Ya no me gusta ver la televisión, que da un bodrio tras otro, salvo para ver cine. Y ese prefiero elegirlo yo, a mi gusto, a base de DVDs. Sin embargo, para ser gente a quien no le gusta la tele, en mi casa hay ahora mismo cuatro aparatos: uno -grande- en el salón, otro -con dvd incorporado- en el cuarto de mi hijo, otro en el dormitorio de mi madre y el último en mi propio dormitorio, una pantalla plana de 14 o 15 pulgadas, no sé bien.

Y cada vez que las miro me siento una despilfarradora, aunque permanezcan apagadas. Tal vez se trata, simplemente, de que somos poco conscientes de ciertos detalles de opulencia propia, porque nos pasamos la vida analizando las cifras de la opulencia ajena.

En fin... ya va siendo hora de que los peques nos vayamos a la cama...¡hale!


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el jueves, 1 de Febrero de 2007.

EL PASTICHE AZUL

Recuerdo que, desde muy niña, me encantaba dibujar. Casi tanto como leer. Hasta tal punto que mi madre apenas gastaba dinero en muñecas. La mayor parte de mis regalos eran libros, cuadernos o lápices de colores, y con ellos estaba tranquila, callada y quieta.

Al llegar Septiembre, casi siempre hacía su aparición un plumier nuevo, con su cremallera y sus bandas de goma elástica sujetando los lápices, los bolígrafos, el cartabón, el transportador de ángulos, la goma de borrar y, algunas veces, hasta el compás. Para Reyes la cosa era, si cabe, más gloriosa. Como los lápices de Septiembre andaban en las últimas, Baltasar siempre llevaba entre sus sacos una caja de Caran d'Ache, y otra pequeñita de Alpino -con su peculiar olor-. Los segundos iban de cabeza al plumier. Los primeros formaban parte del tesoro, eran otra historia. A veces, el lote incluía un muestrario arcoiris de rotuladores Carioca, y desde luego, cuadernos de dibujo.

Hasta que un año mi padre se decidió a hacer el gran gasto: Se metió de cabeza en una tienda de artículos de bellas artes que hay en la calle Ferran, de Barcelona, y salió con un equipo completo de pintura al óleo. Caballete, caja de pinturas con paleta, serie de pinceles variados, de buen pelo de marta, espátulas, trementina, aceite de linaza, un par de lienzos grandes ya preparados y otro par pequeños, amén de un surtido de cuadernos de bocetos y muestras -en inglés- con desarrollo de técnicas, a ver si me daba por aprender, a base de copiar (que siempre fue su método preferido de aprendizaje). Creo que aquel año le dió el frenesí despilfarrador.

El caso es que, a su frenesí despilfarrador, siguió el mío embadurnador. Me apliqué cuidadosamente en dibujar a carboncillo, y luego untar las telas de colorines, siguiendo -o eso me parecía- las instrucciones de los cuadernos, con lo que me veía obligada, además, a practicar mi rudimentario conocimiento del inglés.

De todo aquel derroche de talento y pigmentos aceitosos, lo primero que surgió fue un pequeño cuadrito en la gama de los azules: una melancólica y fantasmagórica fuga del espíritu, bajo una luna llena, entre árboles de retorcidas ramas. Ni siquiera a mí, que acababa de parirlo, me gustaba. Sin embargo, llegó una de las hermanas de mi padre, cargada de fervor y, en un arrebato de nepotismo, me secuestró -o poco menos- la "obra de arte" y la colgó en su dormitorio.

Eso es amor, y no las milongas que nos venden por la radio.

Porque había que tenerle mucho cariño a una sobrina para poner aquello en la pared de un dormitorio. Lo llego a colgar yo, y tengo pesadillas como mínimo durante un mes.

Treinta años después, hace casi veinte que no embadurno lienzos, la caja de oleos vive todavía conmigo -los oleos son otros- y los pinceles también, el caballete, en cambio, pasó a otra vida, igual que buena parte de los cuadros que siguieron a aquel primero, incluída alguna marina tormentosa, y algún apaisado y apasionado crepúsculo. Sin embargo el dichoso pastiche azul ha seguido decorando la pared de aquella habitación. Se han mudado de casa, y se han llevado el cuadro con ellos, para volver a colgarlo otra vez.

Le he insistido varias veces a mi tía para que tire eso al primer contenedor de basura que se cruce, pero no hay modo. Ya no sé si es que me quieren a rabiar, o simplemente que tienen un gusto horterilla rayano en lo kitsch. Ojalá que, a cambio de su perseverancia, algún día cualquier estúpido snob les pagase una morterada por semejante bodrio, del mismo que la pagan por "la mierda del artista", de algún afamado artista. Por la jeta. Claro que... no sé yo si iban a encontrar un estúpido snob tan estúpido. Pobres míos.


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el martes, 30 de Enero de 2007.

VEINTICINCO ANIVERSARIO. OTRO ARCÓN AL DESVÁN

Cuando mi padre era un niño, allá en su Santander natal, se escapaba al puerto a ver los barcos y soñaba. Soñaba con embarcar en uno. Soñaba con estudiar para Jefe de Máquinas. Su único sueño eran los barcos: grandes, pequeños o medianos; toda su ilusión.

Pero la abuela no quería un hijo marino, y mucho menos un hijo "jefe de máquinas" -cosa que para ella iba asociada a traje de faena, mono de dril-; la abuela quería un hijo oficinista, con cuello duro y traje de señor. Así que no le dejó estudiar en la Escuela Naval.

Y el muchacho se escapó de casa. Un día, cuando apenas tenía dieciseis años, cruzó un país en guerra subido de polizón en un tren, y fue a dar con sus jóvenes huesos en Cádiz, donde se las ingenió para conseguir trabajar de pinche de cocina en un carguero.

Pasó el tiempo, siguió la vida y papá encontró la forma de ganarse el pan en la Compañía Trasmediterránea. Sin tener estudios, su sueño de ser Jefe de Máquinas no pasó de ser eso, una ilusión rota. A cambio, consiguió estar tan cerca de lo que quería como le fue posible: empezó de camarero y a lo largo de los años fue consiguiendo otras responsabilidades, hasta llegar a ser responsable de cámara en cubierta de primera.

Siempre en la vieja Trasme.

Así le recuerdo siempre, con sus impolutos pantalones negros, sus zapatos lustrados y su blanca chaquetilla, de cuello de tirilla y botones dorados, con un ancla en relieve. O en verano, con la blanca camisa. Tan blancas como su pelo. Para mí, mi padre y el barco eran un todo. Y no importaba que el barco cambiase, de vez en cuando. El Villa de Madrid, el J.J. Sister, el Ciudad de Barcelona, el Ciudad de Cádiz, el Ciudad de Palma... barcos, barcos, barcos. Todos el mismo barco: teca, estructura pintada de blanco, del hedor de la sentina al aroma de la madera, pasando por el olor intenso a brea y a humedad en los cabos, y a salitre en el aire. Barcos, barcos, barcos. Durante muchos años un segundo hogar; el hogar donde mi padre era feliz y soñaba ser el rey de los marinos, el hogar donde yo era la princesa, la heredera de los sueños.

Papa1

En aquella lejanía los colores de Trasmediterránea eran rojo y gualda que lucían las chimeneas de sus naves, y un logo que hoy se han apropiado en "Cañas y Tapas", para mi gran sorpresa. Para la "Trasme" fue mi primer trabajo declarado, como auxiliar interina en las vacaciones, rellenando pasajes y más pasajes para las agencias de viajes, y atendiendo al público en las ventanillas. Rellenaba los pasajes y sabía que, de todas aquellas personas, muchas quedarían al cuidado atento de papá. Más tarde conseguí trabajo en otro lugar, y también Trasmediterránea se modernizó: sus colores pasaron a ser los muy naúticos azul y verde. Pero seguía siendo nuestra casa...

Pasado mañana, día veinticinco de abril, se cumplen veinticinco años de la muerte de mi padre. Durante todos estos años le he seguido echando de menos, si no con el dolor del primer horrible día, sí con ese suspiro de pérdida cada vez que en mi vida hacía falta un consejo, o tenía ansias de compartir una alegría, o quería enseñarle un logro de su nieto, a quien solo disfrutó unas pocas horas. Pero el tiempo, que lo cura casi todo, había amortiguado lentamente la pena. Y siempre me quedaban los barcos. Ver un barco de Trasmediterránea era, un poco, regresar a los brazos de mi padre, como si no se hubiera ido del todo. Quedaba, aquí, a mi alcance, un pedazo -enorme- del mundo que lo significó todo para él.

Así, cuando hace algo más de un año llegué a esta ciudad, lo primero que hizo que me saltasen las lágrimas fue ver, atracado al Muelle de Levante, el buque de la "Trasme". Y de inmediato me pareció ver a mi padre sonriéndome, en cubierta, junto a la escalerilla de acceso. Aquel barco era mi padre con los brazos abiertos, dándome la bienvenida a casa.

Pero hace poco bajé al puerto y supe que todo eso había terminado. Trasmediterránea se privatizó, por fin, y se vendió. Hoy, parte de los buques ya han sido repintados con los colores de su nuevo propietario. Tras una línea que cruza de popa a proa, ambas en rojo sangre, una hoja de no sé qué árbol deja brotar las negras letras de acciona, el Grupo Empresarial que ahora es su insignia.

Ahora, el mundo de papá solo vive, como él, dentro de mi cabeza. Y ambos terminarán de morirse el día, próximo o lejano, que yo los olvide.

Se ha cerrado otra época. Hay que echarle la llave a otro arcón de recuerdos.

Adiós, goodbye, auf wiedersihen, adieu...


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el domingo, 21 de Enero de 2007.

NOCHE DE REYES

Atrapadas en una burbuja de la memoria duermen muchas de mis Noches de Reyes. A veces, como hoy, me entretengo en recorrer algunas de las más dulces, para regodearme en aquel sabor a espera, a nerviosismo, a curiosidad, a ilusión.

Aunque soy hija única, mientras fui niña disfruté durante un buen número de años de una parcela propia en casa de mi tía. En aquel entonces las penurias económicas de la familia eran grandes y la vida no les trataba precisamente con consideración, pero la noche de Reyes seguía siendo la noche de los niños, y también la de los mayores si alcanzaba el presupuesto. De entonces data la tradición inveterada de olvidarnos de todas las fechas señaladas: aniversarios de bodas, cumpleaños, onomásticas... solo se celebran excepcionalmente; pero en la noche de Reyes nadie se marcha de vacío: Eran los regalos de todo el año concentrados, donde más hicieran brillar los ojos.

Recuerdo haber pasado alguna víspera durmiendo en aquella casa, que parecía tener un calor especial. Los regalos se agrupaban por destinatario y salpicaban toda la vivienda (tampoco se vayan a creer que fuera algo tan desaforado, porque aquellos pisos nuestros tenían una superficie tirando a escueta, por no decir raquítica). Amontonados en una silla los regalos para J., en la cama de los papás los regalos para los papás, en la mesa del comedor los regalos de M., en el rincón sobre la cocina los regalos para A., en la mecedora junto a la ventana los regalos de... había regalos hasta para las mascotas.

Pasar la noche con mis primas, ambas mayores que yo, era parte de mi regalo. Habitualmente compartía la litera con M., que renegaba de dormir conmigo porque decía que la asfixiaba -yo era una cría con unas ganas enormes de abrazar a alguien, y en cuanto pegaba la pestaña me aferraba a quien estuviera al lado como una auténtica lapa, utilizando los brazos, las piernas, y hasta el cuerpo entero-. Así, entre bromas y amenazas, la noche transcurría en un duermevela inquieto que J., desde la litera de arriba, trataba infructuosamente de controlar:

- ¡Os van a oír y van a pasar de largo! -amenazaba, seria. Pero los Reyes estaban a lo suyo, y sabían bien que, con algo de paciencia, caeríamos rendidas por más curiosidad que tuviéramos.

Y el amanecer nos pillaba siempre desprevenidas. Conteníamos el aliento, sin reloj al que mirar, preguntándonos unas a otras si nos regañarían si asomábamos la nariz tan temprano en el comedor; así que J. se deslizaba con los piececillos desnudos sobre las baldosas heladas, hasta alcanzar a entreabrir una rendija de la puerta del dormitorio y atisbar si, sobre la mesa del comedor se apilaba algo o se veía desértica.

Salíamos del cuarto como duendes pequeñitos y nos quedábamos embobadas mirando lo que nos parecían auténticos tesoros... los plumieres con lápices de colores y los cuadernos, alguna muñeca, el calzado nuevo y brillante para el cole, los libros de cuentos, los caramelos, la ropa nueva. Y el carbón, siempre una mijita de carbón.

Y, entre murmullos de excitación y risas, esperábamos a que mi tío hiciera acto de presencia y volviese, como todos los años, a llevarse las manos a la cabeza porque los Reyes, una vez más, le hubiesen dejado como regalo un zurullo de considerables dimensiones.

Le observábamos, poniendo cara de repugnancia mientras pringoseábamos con nuestras doradas moneditas y cigarrillos de chocolate -supongo que ahora, con la ley anti-tabaco, los cigarrillos de chocolate habrán dejado de fabricarse y que hará lustros que no se les regalan a los niños, pero por aquel entonces hacían furor- porque el gran momento asqueroso-lúdico de la mañana consistía en comprobar como se zampaba mi tío el dichoso zurullo, poniendo cara de resignación y jurando que al año siguiente iba a tener unas "palabritas" con Sus Majestades. Alguna vez intentamos imitarle, pero nuestra repugnancia era mayor que nuestro atrevimiento.

Mi memoria acerca, entre otros regalos, una muñeca que era más alta que yo, que caminaba si la cogías de la mano y la hacías avanzar con precaución. Y los patines. Y los Juegos Reunidos. Y los estuches con lápices de colores. Y el año del caballete para pintar al óleo, acompañado del correspondiente maletín surtido con todo lo necesario para perpetrar la heroicidad.

Los años fueron pasando. La economía de mis tíos mejoró lo suficiente como para que los regalos del día de Reyes fuesen, poco a poco, traspasando la frontera del juguete de madera fabricado o la prenda de ropa tejida por mi tía a productos comprados en las tiendas. Lo suficiente para que, a medida que fuimos creciendo, los regalos dejasen de ser "cosas útiles para el cole" y pasaran a convertirse en el capricho útil o el adorno. Sin embargo, los Reyes siguieron siendo los Reyes, aunque fuésemos nosotras mismas. Y desde el verano nadie se compraba caprichos, para no pisar regalos-sorpresa; ni se metía la nariz en cajas escondidas en el tambucho sobre la cocina, por si acaso alguien había ido empezando a hacer las compras navideñas con tiempo.

Pero, por más años que hayan pasado -y mi prima mayor ya rebasa el medio siglo- en aquella casa todavía, cada año sin excepción, se cuelan los Reyes Magos dejando regalos para todo el mundo, haya o no haya niños en la casa. Desde que estamos lejos, les dejan también un paquete a mi atención con regalos para mi hijo, para la yaya y para mí.

A mis tíos no les fallan nunca los Reyes de Oriente. Porque son Magos. Mis tíos, claro, no los Reyes.


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el sábado, 6 de Enero de 2007.