lunes, 23 de abril de 2007

AQUELLA VIEJA TELE

Corría el mes de Septiembre de 1964 cuando, una tarde, vinieron a traer el regalo de Reyes de aquel año: mi padre se había liao la manta a la cabeza y había comprado -a plazos- un televisor.

Era un INTER. Blanco y negro, por supuesto. El INTER no, las emisiones. Una caja grandona, con tres botones -brillo, contraste y sonido- redondos, y un par de cuernos que se le colocaban en la cresta para aumentar la señal que bajaba, desde una antena que los operarios habían puesto en el terrado de la casa, y entraba reptando por un cable desde el balcón.

Para lo que se estilaba por el barrio en mi casa éramos muy raritos, así que no pusimos el televisor en el comedor, donde toda la familia se reunía a la hora de zampar, sino en la salita. Porque nosotros, como éramos raritos, teníamos una salita con dos sillones de skay y un mueble estantería para libros justo allí, donde todo el mundo tenía un dormitorio con literas para los dos, o tres, o hasta cuatro vándalos de progenie. Tampoco es que la casa diera para mucho más, la verdad; nos habíamos adelantado en ocho lustros a las soluciones habitacionales de doña María Antonia Trujillo, ínclita ministra de la cosa esa de las cajasdezapatos apiladicas, y medía 25 metros cuadrados mal contaos.

Pero en aquel saloncito, donde mi cama-plegatín quedaba pegadita a la pared, mis padres colocaron a San Televisor. Recuerdo que me sentaba con las piernas cruzadas a lo indio, bajo la mesa del comedor, y podía ver las imágenes del aparato anclado en la salita porque, decían, había que tener una distancia de seguridad entre la pantalla y uno, así que mamá no me dejaba acercarme demasiado.

Allí, en el refugio que representaban las cuatro patas y el sobre de la mesa, me quedaba atónita por las tardes, después de merendar -y si me había portado bien, claro- contemplando la programación infantil. Que la ve un niño de hoy y s'escojona vivo de lo cándidos que éramos... a veces.

Me gustaba el Cesta y Puntos, y a papá le gustaba que lo viera. Claro que mi colegio nunca se metía en esos berenjenales, y supongo que si se hubieran metido tampoco habría caído la potra de que me seleccionaran a mí, pero me hacía ilusión pensar que yo también me sabía las respuestas a algunas preguntas. Las facilitas, claro. La lista de los reyes godos, y cosas de esas, porque en cuanto cogían el hilo con las matemáticas ya me daba el dolor de barriga.

El colmo del desenfreno era cuando me dejaban ver Los Invasores, con el dedo aquel tieso y tal. Creo que lo hacían para que cogiese miedo y dejase de dar la murga con querer ver programas con rombitos. Porque mis padres vigilaban lo de los rombos, por seleccionar lo que podía ver y lo que no. Aunque la verdad, eran de un permisivo que... Estudios Uno y todo, me llegaban a dejar ver, sin el menor empacho.

Raritos, claro. ¿No lo había dicho ya?

La cosa se extendía por un par de horas, como mucho, y luego todo se apagaba, cenábamos, me cepillaba los dientes, me abrían el plegatín y, una vez ensobrada, me daban un beso de buenas noches y a buscar otro día.

Igualico que ahora, vaya. Ya no me gusta ver la televisión, que da un bodrio tras otro, salvo para ver cine. Y ese prefiero elegirlo yo, a mi gusto, a base de DVDs. Sin embargo, para ser gente a quien no le gusta la tele, en mi casa hay ahora mismo cuatro aparatos: uno -grande- en el salón, otro -con dvd incorporado- en el cuarto de mi hijo, otro en el dormitorio de mi madre y el último en mi propio dormitorio, una pantalla plana de 14 o 15 pulgadas, no sé bien.

Y cada vez que las miro me siento una despilfarradora, aunque permanezcan apagadas. Tal vez se trata, simplemente, de que somos poco conscientes de ciertos detalles de opulencia propia, porque nos pasamos la vida analizando las cifras de la opulencia ajena.

En fin... ya va siendo hora de que los peques nos vayamos a la cama...¡hale!


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el jueves, 1 de Febrero de 2007.

EL PASTICHE AZUL

Recuerdo que, desde muy niña, me encantaba dibujar. Casi tanto como leer. Hasta tal punto que mi madre apenas gastaba dinero en muñecas. La mayor parte de mis regalos eran libros, cuadernos o lápices de colores, y con ellos estaba tranquila, callada y quieta.

Al llegar Septiembre, casi siempre hacía su aparición un plumier nuevo, con su cremallera y sus bandas de goma elástica sujetando los lápices, los bolígrafos, el cartabón, el transportador de ángulos, la goma de borrar y, algunas veces, hasta el compás. Para Reyes la cosa era, si cabe, más gloriosa. Como los lápices de Septiembre andaban en las últimas, Baltasar siempre llevaba entre sus sacos una caja de Caran d'Ache, y otra pequeñita de Alpino -con su peculiar olor-. Los segundos iban de cabeza al plumier. Los primeros formaban parte del tesoro, eran otra historia. A veces, el lote incluía un muestrario arcoiris de rotuladores Carioca, y desde luego, cuadernos de dibujo.

Hasta que un año mi padre se decidió a hacer el gran gasto: Se metió de cabeza en una tienda de artículos de bellas artes que hay en la calle Ferran, de Barcelona, y salió con un equipo completo de pintura al óleo. Caballete, caja de pinturas con paleta, serie de pinceles variados, de buen pelo de marta, espátulas, trementina, aceite de linaza, un par de lienzos grandes ya preparados y otro par pequeños, amén de un surtido de cuadernos de bocetos y muestras -en inglés- con desarrollo de técnicas, a ver si me daba por aprender, a base de copiar (que siempre fue su método preferido de aprendizaje). Creo que aquel año le dió el frenesí despilfarrador.

El caso es que, a su frenesí despilfarrador, siguió el mío embadurnador. Me apliqué cuidadosamente en dibujar a carboncillo, y luego untar las telas de colorines, siguiendo -o eso me parecía- las instrucciones de los cuadernos, con lo que me veía obligada, además, a practicar mi rudimentario conocimiento del inglés.

De todo aquel derroche de talento y pigmentos aceitosos, lo primero que surgió fue un pequeño cuadrito en la gama de los azules: una melancólica y fantasmagórica fuga del espíritu, bajo una luna llena, entre árboles de retorcidas ramas. Ni siquiera a mí, que acababa de parirlo, me gustaba. Sin embargo, llegó una de las hermanas de mi padre, cargada de fervor y, en un arrebato de nepotismo, me secuestró -o poco menos- la "obra de arte" y la colgó en su dormitorio.

Eso es amor, y no las milongas que nos venden por la radio.

Porque había que tenerle mucho cariño a una sobrina para poner aquello en la pared de un dormitorio. Lo llego a colgar yo, y tengo pesadillas como mínimo durante un mes.

Treinta años después, hace casi veinte que no embadurno lienzos, la caja de oleos vive todavía conmigo -los oleos son otros- y los pinceles también, el caballete, en cambio, pasó a otra vida, igual que buena parte de los cuadros que siguieron a aquel primero, incluída alguna marina tormentosa, y algún apaisado y apasionado crepúsculo. Sin embargo el dichoso pastiche azul ha seguido decorando la pared de aquella habitación. Se han mudado de casa, y se han llevado el cuadro con ellos, para volver a colgarlo otra vez.

Le he insistido varias veces a mi tía para que tire eso al primer contenedor de basura que se cruce, pero no hay modo. Ya no sé si es que me quieren a rabiar, o simplemente que tienen un gusto horterilla rayano en lo kitsch. Ojalá que, a cambio de su perseverancia, algún día cualquier estúpido snob les pagase una morterada por semejante bodrio, del mismo que la pagan por "la mierda del artista", de algún afamado artista. Por la jeta. Claro que... no sé yo si iban a encontrar un estúpido snob tan estúpido. Pobres míos.


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el martes, 30 de Enero de 2007.

VEINTICINCO ANIVERSARIO. OTRO ARCÓN AL DESVÁN

Cuando mi padre era un niño, allá en su Santander natal, se escapaba al puerto a ver los barcos y soñaba. Soñaba con embarcar en uno. Soñaba con estudiar para Jefe de Máquinas. Su único sueño eran los barcos: grandes, pequeños o medianos; toda su ilusión.

Pero la abuela no quería un hijo marino, y mucho menos un hijo "jefe de máquinas" -cosa que para ella iba asociada a traje de faena, mono de dril-; la abuela quería un hijo oficinista, con cuello duro y traje de señor. Así que no le dejó estudiar en la Escuela Naval.

Y el muchacho se escapó de casa. Un día, cuando apenas tenía dieciseis años, cruzó un país en guerra subido de polizón en un tren, y fue a dar con sus jóvenes huesos en Cádiz, donde se las ingenió para conseguir trabajar de pinche de cocina en un carguero.

Pasó el tiempo, siguió la vida y papá encontró la forma de ganarse el pan en la Compañía Trasmediterránea. Sin tener estudios, su sueño de ser Jefe de Máquinas no pasó de ser eso, una ilusión rota. A cambio, consiguió estar tan cerca de lo que quería como le fue posible: empezó de camarero y a lo largo de los años fue consiguiendo otras responsabilidades, hasta llegar a ser responsable de cámara en cubierta de primera.

Siempre en la vieja Trasme.

Así le recuerdo siempre, con sus impolutos pantalones negros, sus zapatos lustrados y su blanca chaquetilla, de cuello de tirilla y botones dorados, con un ancla en relieve. O en verano, con la blanca camisa. Tan blancas como su pelo. Para mí, mi padre y el barco eran un todo. Y no importaba que el barco cambiase, de vez en cuando. El Villa de Madrid, el J.J. Sister, el Ciudad de Barcelona, el Ciudad de Cádiz, el Ciudad de Palma... barcos, barcos, barcos. Todos el mismo barco: teca, estructura pintada de blanco, del hedor de la sentina al aroma de la madera, pasando por el olor intenso a brea y a humedad en los cabos, y a salitre en el aire. Barcos, barcos, barcos. Durante muchos años un segundo hogar; el hogar donde mi padre era feliz y soñaba ser el rey de los marinos, el hogar donde yo era la princesa, la heredera de los sueños.

Papa1

En aquella lejanía los colores de Trasmediterránea eran rojo y gualda que lucían las chimeneas de sus naves, y un logo que hoy se han apropiado en "Cañas y Tapas", para mi gran sorpresa. Para la "Trasme" fue mi primer trabajo declarado, como auxiliar interina en las vacaciones, rellenando pasajes y más pasajes para las agencias de viajes, y atendiendo al público en las ventanillas. Rellenaba los pasajes y sabía que, de todas aquellas personas, muchas quedarían al cuidado atento de papá. Más tarde conseguí trabajo en otro lugar, y también Trasmediterránea se modernizó: sus colores pasaron a ser los muy naúticos azul y verde. Pero seguía siendo nuestra casa...

Pasado mañana, día veinticinco de abril, se cumplen veinticinco años de la muerte de mi padre. Durante todos estos años le he seguido echando de menos, si no con el dolor del primer horrible día, sí con ese suspiro de pérdida cada vez que en mi vida hacía falta un consejo, o tenía ansias de compartir una alegría, o quería enseñarle un logro de su nieto, a quien solo disfrutó unas pocas horas. Pero el tiempo, que lo cura casi todo, había amortiguado lentamente la pena. Y siempre me quedaban los barcos. Ver un barco de Trasmediterránea era, un poco, regresar a los brazos de mi padre, como si no se hubiera ido del todo. Quedaba, aquí, a mi alcance, un pedazo -enorme- del mundo que lo significó todo para él.

Así, cuando hace algo más de un año llegué a esta ciudad, lo primero que hizo que me saltasen las lágrimas fue ver, atracado al Muelle de Levante, el buque de la "Trasme". Y de inmediato me pareció ver a mi padre sonriéndome, en cubierta, junto a la escalerilla de acceso. Aquel barco era mi padre con los brazos abiertos, dándome la bienvenida a casa.

Pero hace poco bajé al puerto y supe que todo eso había terminado. Trasmediterránea se privatizó, por fin, y se vendió. Hoy, parte de los buques ya han sido repintados con los colores de su nuevo propietario. Tras una línea que cruza de popa a proa, ambas en rojo sangre, una hoja de no sé qué árbol deja brotar las negras letras de acciona, el Grupo Empresarial que ahora es su insignia.

Ahora, el mundo de papá solo vive, como él, dentro de mi cabeza. Y ambos terminarán de morirse el día, próximo o lejano, que yo los olvide.

Se ha cerrado otra época. Hay que echarle la llave a otro arcón de recuerdos.

Adiós, goodbye, auf wiedersihen, adieu...


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el domingo, 21 de Enero de 2007.

NOCHE DE REYES

Atrapadas en una burbuja de la memoria duermen muchas de mis Noches de Reyes. A veces, como hoy, me entretengo en recorrer algunas de las más dulces, para regodearme en aquel sabor a espera, a nerviosismo, a curiosidad, a ilusión.

Aunque soy hija única, mientras fui niña disfruté durante un buen número de años de una parcela propia en casa de mi tía. En aquel entonces las penurias económicas de la familia eran grandes y la vida no les trataba precisamente con consideración, pero la noche de Reyes seguía siendo la noche de los niños, y también la de los mayores si alcanzaba el presupuesto. De entonces data la tradición inveterada de olvidarnos de todas las fechas señaladas: aniversarios de bodas, cumpleaños, onomásticas... solo se celebran excepcionalmente; pero en la noche de Reyes nadie se marcha de vacío: Eran los regalos de todo el año concentrados, donde más hicieran brillar los ojos.

Recuerdo haber pasado alguna víspera durmiendo en aquella casa, que parecía tener un calor especial. Los regalos se agrupaban por destinatario y salpicaban toda la vivienda (tampoco se vayan a creer que fuera algo tan desaforado, porque aquellos pisos nuestros tenían una superficie tirando a escueta, por no decir raquítica). Amontonados en una silla los regalos para J., en la cama de los papás los regalos para los papás, en la mesa del comedor los regalos de M., en el rincón sobre la cocina los regalos para A., en la mecedora junto a la ventana los regalos de... había regalos hasta para las mascotas.

Pasar la noche con mis primas, ambas mayores que yo, era parte de mi regalo. Habitualmente compartía la litera con M., que renegaba de dormir conmigo porque decía que la asfixiaba -yo era una cría con unas ganas enormes de abrazar a alguien, y en cuanto pegaba la pestaña me aferraba a quien estuviera al lado como una auténtica lapa, utilizando los brazos, las piernas, y hasta el cuerpo entero-. Así, entre bromas y amenazas, la noche transcurría en un duermevela inquieto que J., desde la litera de arriba, trataba infructuosamente de controlar:

- ¡Os van a oír y van a pasar de largo! -amenazaba, seria. Pero los Reyes estaban a lo suyo, y sabían bien que, con algo de paciencia, caeríamos rendidas por más curiosidad que tuviéramos.

Y el amanecer nos pillaba siempre desprevenidas. Conteníamos el aliento, sin reloj al que mirar, preguntándonos unas a otras si nos regañarían si asomábamos la nariz tan temprano en el comedor; así que J. se deslizaba con los piececillos desnudos sobre las baldosas heladas, hasta alcanzar a entreabrir una rendija de la puerta del dormitorio y atisbar si, sobre la mesa del comedor se apilaba algo o se veía desértica.

Salíamos del cuarto como duendes pequeñitos y nos quedábamos embobadas mirando lo que nos parecían auténticos tesoros... los plumieres con lápices de colores y los cuadernos, alguna muñeca, el calzado nuevo y brillante para el cole, los libros de cuentos, los caramelos, la ropa nueva. Y el carbón, siempre una mijita de carbón.

Y, entre murmullos de excitación y risas, esperábamos a que mi tío hiciera acto de presencia y volviese, como todos los años, a llevarse las manos a la cabeza porque los Reyes, una vez más, le hubiesen dejado como regalo un zurullo de considerables dimensiones.

Le observábamos, poniendo cara de repugnancia mientras pringoseábamos con nuestras doradas moneditas y cigarrillos de chocolate -supongo que ahora, con la ley anti-tabaco, los cigarrillos de chocolate habrán dejado de fabricarse y que hará lustros que no se les regalan a los niños, pero por aquel entonces hacían furor- porque el gran momento asqueroso-lúdico de la mañana consistía en comprobar como se zampaba mi tío el dichoso zurullo, poniendo cara de resignación y jurando que al año siguiente iba a tener unas "palabritas" con Sus Majestades. Alguna vez intentamos imitarle, pero nuestra repugnancia era mayor que nuestro atrevimiento.

Mi memoria acerca, entre otros regalos, una muñeca que era más alta que yo, que caminaba si la cogías de la mano y la hacías avanzar con precaución. Y los patines. Y los Juegos Reunidos. Y los estuches con lápices de colores. Y el año del caballete para pintar al óleo, acompañado del correspondiente maletín surtido con todo lo necesario para perpetrar la heroicidad.

Los años fueron pasando. La economía de mis tíos mejoró lo suficiente como para que los regalos del día de Reyes fuesen, poco a poco, traspasando la frontera del juguete de madera fabricado o la prenda de ropa tejida por mi tía a productos comprados en las tiendas. Lo suficiente para que, a medida que fuimos creciendo, los regalos dejasen de ser "cosas útiles para el cole" y pasaran a convertirse en el capricho útil o el adorno. Sin embargo, los Reyes siguieron siendo los Reyes, aunque fuésemos nosotras mismas. Y desde el verano nadie se compraba caprichos, para no pisar regalos-sorpresa; ni se metía la nariz en cajas escondidas en el tambucho sobre la cocina, por si acaso alguien había ido empezando a hacer las compras navideñas con tiempo.

Pero, por más años que hayan pasado -y mi prima mayor ya rebasa el medio siglo- en aquella casa todavía, cada año sin excepción, se cuelan los Reyes Magos dejando regalos para todo el mundo, haya o no haya niños en la casa. Desde que estamos lejos, les dejan también un paquete a mi atención con regalos para mi hijo, para la yaya y para mí.

A mis tíos no les fallan nunca los Reyes de Oriente. Porque son Magos. Mis tíos, claro, no los Reyes.


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el sábado, 6 de Enero de 2007.

LA FELICIDAD EXISTE

Me suele venir siempre a la memoria en estas fechas, principalmente porque en estas fechas tuvo lugar. Como una "abuela cebolleta" lo cuento una y otra vez. No es de extrañar porque, a fin de cuentas, fue uno de los momentos mágicos de mi vida y una, harta de contar sus penas, gusta especialmente de recordar esos otros momentos brillantes como estrellas.

Hace ya mucho tiempo lo traje aquí, al hilo de un hilo -acéptenme la redundancia, por favor- de Telémaco, un hilo brillante como en él se acostumbra, que se titulaba "Un hombre feliz". Fue, en aquella ocasión igual que va a serlo ahora, un cortar y pegar. Mis compañeros del viejo Dazibao habían tenido ya ocasión de leerlo.

Su sitio está, como el de uno de mis más felices recuerdos que es, dentro del cesto de las cerezas. Roja, menuda, brillante picota.


Lo acabo de rescatar. Mis compañeros del antiguo Dazibao, sobre todo Paco Delicado, Ceix y Explorador, si por aquí estuviera (¿donde se habrá metido nuestro niño perdido?) lo recordarán. Va, pues, para los demás y al hilo de esa brillante esquirla de felicidad que nos deja Telémaco:


... me traéis a la memoria una noche loca. Solo una. En la playa de Peñíscola. Vestida de fiesta, con unos tacones de palmo, una copa de cava entre los dedos. Un hombre a mi lado, armado con la botella de cava entera para celebrar que estábamos allí y estábamos vivos.

En aquel momento me inundó los ojos la luz de los fuegos artificiales que rompían la noche al otro extremo de la rada, desde el Castillo-Fortaleza que fuera de Pedro de Luna. Y me llegó el olor de la arena, y de la mar, que bullía y rebullía a nuestros pies, eufórica.

Fue entonces cuando, sin poder resistirlo, solté la copa entre las manos de mi acompañante, me quité el vestido, me descalcé y salí corriendo a zambullirme entre las olas. No sé si alguna vez sabré describir la sensación que me inundó, como si la pólvora, la luz, la mar y la arena, estuviesen dentro de mí, en lugar de estar fuera.

Por fin conseguí salir del agua, desnuda y con el peinado de fiesta deshecho y las greñas colgando sobre mis hombros. Mi acompañante me miraba, atónito, sin saber que hacer. En todo el tiempo que hacía que nos conocíamos, jamás me había conocido una conducta tan loca y mucho menos tan desinhibida. Teníamos que regresar al hotel, y cruzar la recepción, llena de gente. Imposible vestirme sin empapar la ropa...

Yo sé que fue una locura. Pero esa noche, en ese momento, fui feliz. Y así la recordaré toda mi vida. Fue la noche del 31 de Diciembre de 1999.

La felicidad existe. Los afortunados nos topamos con ella, de vez en cuando.


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el martes, 19 de Diciembre de 2006

ALEGRES VAMOS YA...

Cuando el siglo pasado rascaba el final de su segunda década mi madre iba a la escuela, donde intentaron enseñarle lo más básico: es decir: las cuatro reglas, leer, coser y obedecer. Su educación básica, como la de tantos críos de la época, estuvo en manos de las archisabidas monjitas. Monjitas que, como era natural por su condición y por los tiempos, celebraban todas las fiestas católicas habidas y por haber, eso sí, sin dejar de trabajar, que el trabajo era -entonces más que ahora- cosa muy saludable que permitía a muchos alcanzar la gloria a través del estómago, comiendo caliente todos los días, y a otros alcanzar el éxtasis, imaginando lo que podría llegar a ser si comieran caliente cuatro días por semana. Piensen que ni siquiera había llegado la Segunda República...

El caso, que corre como anécdota en la familia, es que llegó Diciembre, y con Diciembre empezaron los ensayos de los villancicos. Pandereta, zambomba... esas cosas. Así, se encontraban una mañana en la escuela, formando parte del coro de voces "blancas" que cantaban el villancico de turno, mi madre y una de mis tías. Mi madre siempre ha tenido una oreja pésima, siempre lo ha sabido, y siempre ha procurado que no se notase mucho. Mi tía, que tampoco entona ni ha entonado jamás en condiciones, tenía la misma voz de pito, aguda y chillona, que ha tenido el resto de su vida, y también el mismo desparpajo a la hora de utilizarla para aullar.

Con estos mimbres se encontraba trabajando la sor de turno, intentando pillar a las que más desafinaban, cuando atacaron el "Alegres vamos ya..." tradicional y dulce villancico que dice algo así como:

Alegres vamos ya
antes de que amanezca el nuevo día
que el Niño Dios nació
de la Santísima Virgen María
No más, no más sufrir,
dejad las penas ya,
que el Rey del Cielo viene a nosotros
a darnos Amor y Paz.

Bueno, sobre poco más o menos, asi iba la cosa. Y fue el sobre poco más o menos lo que la fastidió. Con toda la alegría de sus pulmones, mi tía la emprendió con el cuarto verso, convencida ella de que, donde dice "digo" decía "Diego". Y le cambió a María la Santidad por la Pureza. Tampoco era tan grave.

que el Niño Dios nació
de la Purísima Virgen María

... pero, hete aquí, que cuando ya aullaba la primera sílaba y su "Pu", vino a darse cuenta de que el resto de sus condiscípulas iban atacando un "San", visto lo cual, ni corta ni perezosa, abandonó la "pureza" -nunca mejor dicho- para pasarse a la "santidad" de golpe y sopetón. El resultado de la cosa vino a quedar, maomeno, así:

que el Niño Dios nació
de la Pu.... tísima Virgen María.

Mi madre se atragantó, mientras el oído de la monja, fino como el pelo de una araña (y aunque hubiera estado sorda como un teniente) pillaba al vuelo algo que lo ponía en estado de emergencia nacional. Y el Rey del Cielo estuvo a punto de venir a ellas a darles una somanta azotes y unos cuantos pellizcos.

¡Señoritas! ¡¿Que ha sido eso?! bramó indignada.

¿Eso? ¿Qu'e eso hermana? -le preguntaron las niñas, temiéndose que si alguna señalaba o se daba por aludida les iba a caer un paquete de hielo como aguinaldo.

La monja, incapaz de repetir la barbaridad que le había sido dado escuchar, y sin tener muy claro a quien se debía el hallazgo... optó por fruncir el ceño, callarse, y seguir, por si la cosa se repetía y cazaba a la hereje. La cosa, como es natural, no se repitió. Y tuvieron unas navidades en paz, acompañadas de sus correspondientes villancicos.

Pero, a lo largo de décadas, cuando la familia se reunía por Navidad y alguien empezaba con el "Alegres vamos ya", siempre hubo un alma caritativa que le decía a mi tía:

Santísima, Marina, Santísima... no le vaya a caer otro lamparón sobre la túnica.


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el viernes, 8 de Diciembre de 2006

MONDAY, MONDAY... DESVARÍOS.

Vamos a por otra. Veinticuatro de mayo de 2004... era otro mundo, otra ciudad, otra situación, otra yo, la misma yo que ahora pero con treinta meses menos. Toda una vida.

Monday, monday... desvaríos.


24/05/04 Llueve sobre mi ciudad. Es una cascada abundante, persistente, que rebosa por todas partes, creando pequeñas lagunas. El hi-fi está también melancólico ésta mañana: la voz del Boss cruza Streets of Philadelphia, y me transporta bajo la misma lluvia que bate feroz al otro lado de las cristaleras. Billy Holliday, Kenny Rogers, Sade... voces acariciantes, aires de adiós. La mañana se llena de country, blues, boleros y fados. Hoy tengo alma de blues... “Don’t know why / there’s no sun up in the sky / stormy wheater... / since my man and I ain’t together / it’s rainning all the time...”

No quiero dejarme arrastrar por la melancolía. Hay otra forma de mirar la lluvia: dejarse empapar por ella, llenarse de vida. A fin de cuentas, el agua de la que hoy protestamos, es la misma que nos garantiza la subsistencia, la misma por cuya llegada gimotearemos cuando agosto nos seque hasta el forro de los pulmones. Ya la quisieran para sí muchos lugares de nuestro lastimado planeta. “¡Que asco de tiempo!”, “¡Que tiempo tan malo!”. Pero bondad o maldad no son conceptos aplicables al comportamiento de la naturaleza, sino a nuestra personal percepción. Todo cuanto nos incomoda es tildado de “malo” con pocos o ningún paliativo. Es malo todo aquello que no se adapta a nuestras necesidades, nuestros deseos, nuestras exigencias; malo todo cuanto contraría nuestro mejor saber o entender, que para eso somos los amos del planeta, los reyes del mambo.

Mientras tanto la lluvia es –menuda prenda- mala, malísima, y se atreve a mojarnos con total falta de respeto y prudencia, así que en cuanto caen cuatro gotas de agua crecen en nuestras ciudades los coches como en el campo las setas, y se organizan unos colapsos circulatorios de infarto. Como para una urgencia. Lógico: tenemos asumida la falta de calidad de nuestro terno, y nos tememos que encoja o se deforme al contacto con la primera húmeda molécula. Será que conocemos el paño, Yo he tenido hoy problemas para vestirme: las costuras me apretaban y, por contra, los zapatos me venían grandes. Seguro que ha sido la lluvia pertinaz del fin de semana. Ni buena, ni mala, como tantas otras, solo lluvia: aquí se pudría una raíz y allá se hinchaba una rama con un retoño nuevo. Hubo quien, con buen tiento, se colocó su impermeable y la observó caer, disfrutando de las ventajas y sin padecer los inconvenientes, otros sacaron el paraguas y algunos aguantaron a cuerpo gentil. Servidora se empapó y acabó arrugada y encogida. El paño no termina de volver a su ser... se ve que la calidad era inferior a lo que rezaba la etiqueta. Reclamaré al fabricante.

Bonnie Tyler arguye, con su garganta áspera: “It’s a heartache... nothing but a heartache”, pero yo juraría que la cosa no es tan simple, va mucho más allá, hasta el “Total eclipse of the heart...”, ah, el amor, el amor, el amor, el amor... como tengo la cabeza tal que un saltamontes, me brinca hasta colarse en la feísima Almudena –me pregunto si valdrá para los edificios eso de “la cara es espejo del alma”-, para escuchar la Primera a los Corintios, de mi detestado San Pablo, en la voz de la abuelísima de la recién estrenada Princesa de Asturias: “si no tengo amor, de nada me sirve”. El oficio hace creíble lo que está diciendo, o tal vez es que lo dice con convencimiento. Tiene que ser eso, porque cuando lo repite un rato después PaterRouco, ese Monseñor venido a más y revestido de soberbia, las palabras suenan absolutamente huecas, aunque no menos ciertas: “si no tengo amor, nada seré”. Monseñor Rouco tiene eco, es una botija decoradísima, pero vacía por dentro, así que retumba... retumba, retumba, retuuuuuumba, porompompón: La Nada. Malo. Hay pobres de solemnidad. Por suerte de eso me escapo, yo no tengo solemnidad ni siquiera para ser pobre, porque tengo de todo, aunque sea en cantidades ínfimas. Si eso no es riqueza ya me explicarán...

Es inútil. No hay color. El Hi-Fi no ayuda. Pasión Vega saca banderas al viento lisboeta... “poemas del aire vendrán hasta aquí /lejos de Lisboa y lejos de ti / amor recordado, tristeza sin fin / Lejos de Lisboa... y lejos de ti”. Que alguien cambie la música, por todos los cielos, antes de que llene los informes de manchas. Esto no puede ser y, además, es imposible. Desbarrar un lunes por la mañana es, a todas luces, excesivo. Así que, a grandes aguas, grandes remedios. Quemaré algo. Nada como el fuego para apagar el agua. ¿No? ¿Al revés? Por favor, reveses no, nada de reveses, el cupo está a tope. Podría tirar la toalla, que moja más de lo que seca. Claro que, bien mirado, hay una lucecita parpadeante que me dice alguna cosa. Leer morse se me da fatal, tantos puntos, tantas rayas... veamos: G – L – O – R – I – A. ¡Vaya! ¡Ya lo tengo! Esa era una película, de... ?, la novia de un gangster, pero yo no tengo pinta ni de novia de gangster, ni de ?, ni de Sharon Stone...

No. No es malo que llueva de vez en cuando, pero como no pare pronto tendré que vivir dentro de un vaso. Si ha de ser así, me apunto a la del impresentable Hannover: preferiblemente whisky, que conserva mejor. La lucecita roja sigue, dale que te pego: bapuuuu, bapuuuu... la sirena de un barco, Pepito Grillo: “Gloria, saltas en el aire... te quiero Gloriaaaaa”. Ya lo tengo, ahora sí que sí: ¡el Faro de Alejandría! ¡Lo sé porque al ladito está la Biblioteca! ¡Estamos salvados! ¡Oh, Capitán, mi Capitán, terminó la espantosa travesía...!

Creo que tengo que dejar de beber agua, está visto que el agua sin aditivos me provoca delirium tremens... absolutamente tremens, y absolutamente deliriums. No veo cabezas jibarizadas, -¿será que esas solo se ven bajo Capricornio?- pero siento como si hubiesen jibarizado la mía. Soy el loro de Long John Silver. “Cinco hombres hay en el cofre del muerto.... Ho, ho, ho,.... y diez barricas de ron”. En cinco minutos voy a salir volando por la ventana... antes de que me guisen en la Posada de Jamaica.


It’s overload... oh, yeah...!


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el martes, 5 de Diciembre de 2006 (recuperando, a su vez, un 24 de Mayo de 2004)

domingo, 22 de abril de 2007

(De unos buenos días...

...escondidos en el fondo del baúl)


Prrrrrriiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiinnnnnnnnnnngggggggggggggg!

Desde la inconsciencia casi absoluta, largo un izquierdazo al despertador. Bostezo. Desenredo las pestañas que trencé anoche con capsulitas vestidas de atleti. Estiro los dedos de los pies, uno a uno. Me estiro toda yo, de lado a lado de la cama (no hay peligro de que me caiga) y toco la piel de papel de mi amante nocturno: la hilera de libros que, prolijamente alineada a mi diestra, duermen conmigo el sueño del narcótico. Saco por fin los pies de la cama, para plantarlos, descalzos, sobre las baldosas. Pasillo. Comedor. Cocina. Café. Comedor. Pasillo. Baño. De momento no necesito luz, puedo apañarme a tientas. Abro el grifo de la ducha y dejo que el agua caliente me empape de la cabeza a los pies. Canturreo: Champú de huevo, champú de huevo..., con toda la cabeza llena de espuma, de repente me salta el chip, y Sabina me sube a la garganta: Lo que yo quiero, corazón cobarde, es que mueras por mí... y morirme contigo si te matas, y matarme contigo si te mueres... porque el amor cuando no muere, mata... porque amores que matan nunca mueren... Malditos cobardes, cobardes malditos. Me aclaro bien el jabón, maldito jabón que me está haciendo llorar ya, tan temprano. Dos hipidos y medio, las lágrimas se confunden con el agua de la ducha. Cierro el grifo. Ahora sí. Ahora toca encender la luz. ¡Vaya careto, hermana! le digo a la tipa del espejo. Me envuelvo en el albornoz. A ver como arreglo ahora esta maraña de rizos empapados, esto no tiene remedio. Después de pelearme con la espuma, el secador, la crema hidratante, los cosméticos -salud de bote- y enfundarme debajo de diversas prendas, parece que estoy ya lista para enfrentarme al mundo exterior. Un último vistazo al espejo dice que, por lo menos, voy aseada, correcta y presentable. Un momento: las gafas, a ver si voy a dejármelas otra vez en casa... Preparados. Listos. Ya: Pasillo. Comedor. Recibidor. Cuidado con el ruido de la puerta. Descansillo... ¿Ascensor? ¡Ni hablar!. Bajar tres pisos no merece un viaje en ascensor. Trote corto. ¿Autobús?. No. La noche está limpia y me apetece ir viendo clarear el día mientras camino. Taptaptaptap... los tacones resuenan sobre las baldosas de la acera. Hojas muertas, baldosines de carrés cuadrados como chocolatinas, alternados con baldosines de relieves a topos, como batas de lunares. Taptaptaptap... en el silencio de las siete menos cuarto los tacones parecen campanadas, campanades a mort... ¡vaya, me ha dado un repente fúnebre! cerrojazo a los pensamientos necios. Hacia el este un hilo rojo sobre el horizonte anuncia el sol, que sube. Taptaptaptap... restos de paquetes de cigarrillos, hileras de contenedores de basura, baches, desgarrones en el suelo, tres baldosas levantadas, asfalto y mugre. La marquesina del autobús me explica que alguien compra muy barato en el aniversario de nosequecentrocomercial. Taptaptaptap. El autobús me rebasa por la izquierda, con su carga humana. No importa, realmente, hoy no me sentía con ganas de ejercer de borrego. Taptaptaptap. Una escuadrilla de basureros pasa, con sus carritos, armados con escobones, también por mi flanco izquierdo. Alcanzo la verja azul de mi prisión. Taptaptaptap... este reloj ya no hace ¡clonc!. Hoy todo lleva código de barras. Yo también llevo código de barras, como los paquetes de arroz del super. El relojito fluorescente dice que son las siete y doce minutos. El personal del almacén bosteza unos buenos días, medio adormilados todavía. Escalera de caracol arriba, enciendo las luces, cambio la fecha en el calendario, le doy al botoncito del PC... buenos días, todos los sistemas han caído. Hoy no me puedo levantaaaaarrr... tengo la cabeza para reventaaaaar... to da la no che sin dor miiiiiiiir... el chino de dentro de la cajita se ha caído. Escalera de caracol abajo. Taptaptaptap. Desde el almacén, Antonio levanta la cabeza y mira hacia las escaleras. Hoy te jodes, mamón, que llevo pantalones... taptaptaptap.... escaleras arriba otra vez, hasta la cantina. Jose me mira: temprano apareces, linda. Y me planta delante el café, solo, sin azúcar, amargoamargo... aaaaaaaaaaaaaaahhhh, ¡esto es vida!

Buenos días. Si hoy es viernes, esto es Torrejón, ciudad sin ley. 21 de Noviembre. Y yo sigo tan loca como siempre.

¿Y el desayuno? ¿Hoy no toca?


Crunch... m'acabo de saltar un diente de leche.

sábado, 21 de abril de 2007

DESAYUNO ESTRESAO

Desintoxiquemos el espíritu de tristezas. Es Diciembre, llega la navidad y yo necesito una buena dosis de risa para afrontar la que está por caer.

Acabo de toparme, mientras buscaba documentos en el ordenador, con esta cereza. Es una cereza de no hace demasiado tiempo, tal vez dos o tres años, si calculo por los detalles de lo que leo. De hecho, el huesecillo andará en algún rincón del café. Pero, como ya dije, buena parte de lo que hay en el cesto son recopilaciones, cosas sueltas que no quiero que se me pierdan porque me gusta mirarlas de vez en cuando, a medida que el tiempo las va colocando en otra perspectiva. Cosas que en algún momento sentí, recordé y -tal vez- vine a contarles.


DESAYUNO ESTRESAO

Disculpen la tardanza, pero anoche tuve movida en casa. La marimorena se armó.

La cosa empezó sobre la una de la madrugada. Yo estaba tan tranquilita en mi cama, charlando mano a mano con mis musas acerca de unos versitos que teníamos a medias, cuando empezó el concierto de ladridos cuatro pisos más abajo, a nivel de calle.

Mis musas son muy pijoteras. El ruido molesta sus delicados oídos y acostumbran a poner morros. Pero yo estuve un buen rato tratando de convencerlas para que se quedasen. Tres cuartos de hora después, ladraban todos los perros del vecindario, mi hijo juraba en arameo sin haber aprendido lenguas muertas, mi madre rezongaba misas en latin, mis perros gruñían y las musas habían decidido largarse al Parnaso, o al Karakorum ese... que nunca sé bien donde está.

En vista de la tesitura, y de que no se oía a ningún vecino protestar por el jolgorio, me asomé a la terraza. Los concertistas eran dos caniches de talla bastante ridícula, a los que su amo había dejado sujetos a la verja del parquecillo que tengo enfrente, para dedicarse el muy mamonazo a tomarse unos "algos" en el bareto infame que hay debajo de mi casa.

Ni corta ni perezosa (bueno, corta sí, pero eso es otra historia), me puse algo de ropa encima, cogí las llaves y me dispuse a enfilar hacia la puerta hecha una fiera.

Y ahí fue donde se lió. Mi hijo me llamó kamikaze enana (o viceversa, ya no me acuerdo), mi madre me llamo cabra iluminá (tentada estuve de decirle que de raza le viene a la cabra), mis perros se dedicaron a morderme los tobillos... un festival, vamos.

-Bueno ¿y que se supone que tengo que hacer? ¿que os creeis, que me voy a liar a hostias con el amo? ¡Solo voy a pedirle que haga algo!

-Eso va a hacer -me espetó mi hijo- va a hacer algo: partirte la cara, so chalá...

-¿Como me va a partir la cara si le pido por favor que tranquilice a sus perros, que son las dos y no hay Cristo que descanse?

-Tía (nunca sé porqué mi hijo me llama tía, si yo no tengo hermanas)... ¿tú te has fijao bien en ese bar?

-Pues no, sobrino, yo no acostumbro a fijarme en los bares, y ese parece bastante mugriento.

-Pues eso, tronca... ¡que no es sitio para que te metas, y menos así vestida! eres una madre inconsciente y pirada...

-Oye niño, a mí no me faltes al respeto.

-Oye tú. De esta casa no sales para ir a ninguna parte.

-¡Será posible! ¿y que coño quieres que haga? ¿me tengo que dejar pisotear solo porque soy chiquita?

-¡Te aguantas! ¡Llama a la poli y que vengan ellos!

-Pues ahora mismo...

-¡Quita ya... ! ¿Crees que te van a hacer caso?

-Pues claro, soy una ciudadana decente y pago mis impuestos.

-Juas, juas, juas... no te digo lo que eres, que eres mi madre.

A todo esto, cogió él el teléfono, llamó a la policía, me soltó un sermón de diez pares de narices y me largó para mi cuarto.

La policía no vino, claro. A las tres y media de la mañana, el individuo recogió sus perros, se largó a su casa a dormir la mona y santas pascuas.

Mis musas aún no han vuelto. Y yo tengo complejo de adolescente. ¡Tenga usted hijos para esto!

Bfmmmfff...

En fin.... a pesar de todo les he traído el café, las tostadas, la bollería, las mermeladas, el pan con aceite, tomate y jamón, los molletes (a ver si aparece el Sir de una puñetera vez y se encarga él de eso y del anís), los yogures, kefires, zumos... ¿me dejo algo? ¡Ah! ¡Sí! el Bloody Mary para el señor letrado, que vendrá resacoso, y un zumo de naranjas amargas para el jodío de Abraham... que vendrá protestando.

Las servilletas las pongan ustedes. Y hagan el favor de recoger luego la mesa, que no se quede todo hecho una guarrería...

Bueeeeeeeeeeenos días!



El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el martes, 5 de Diciembre de 2006 (arrastrando, a su vez, un original veraniego de varios años antes).

MANOS DE OTOÑO



Me apasiona el otoño pero, en cuanto Octubre media, todos los nubarrones aparecen en mi cielo despejado. El gris ya no se aparta completamente de mi vera hasta que la Navidad, sus fiestas familiares, sus reuniones y sus brindis se apagan, ya en Enero, en plena cuesta abajo del bolsillo.

Lo cual equivale a admitir que mi estación preferida del año se ha visto reconvertida en mi viacrucis particular, que sobrellevo, como cada quien hace con los suyos, a base de recitarme mantras y darles manotazos a las telarañas, contándome cuentos chinos.

No pierdo la esperanza de que, con el tiempo, llegue un olvido tierno como una manta de viaje, que acaricie y que tape los desconchones que le salieron a mi otoño. Con el tiempo, tal vez, el otoño recupere la magia que antes tuvo. Pero, entre esperanzas y desesperanzas, siempre en otoño recuerdo aquellas manos:

Era en otoño, cuando los días se acortan y las sombras se estiran, cuando asomaban las mangas de los jerseys, y empezaban a desenrollarse las bufandas de colores, cuando paseabas sobre un crocante de hojas pardas, que crepitaban bajo los pies en una agonía rojiza, a veces húmeda de lluvia. Septiembre era el mes de mi compañero, Octubre el de mi padre y el de mi tío, Noviembre el de la abuela Alicia. Decir otoño es traerlos a los cuatro a la memoria: pausados, acomodados en sus respectivos sillones, siempre con una historia por contar, por compartir, sus manos ante mis ojos gesticulan, sostienen libros, colocan viejos vinilos negros sobre un pick-up más viejo, aun, si cabe. Manos. Tan parecidas y tan distintas...

No recuerdo las manos de mi abuela trasteando en la cocina. Nunca tuvo fama de buena cocinera, sino más bien de todo lo contrario... esa es una de las cosas que debo haber heredado de ella, la capacidad de conseguir que un arroz abanda sepa igual que una fideuá, y que resulte igual de incomible que el más insulso engrudo de salvado. Sin embargo, aquellas manos nunca estaban quietas: la abuela iba enganchada, a todas horas, a su crochet. Del bolsillo de su delantal surgía la hebra de hilo delgado para, enredada en sus meñiques, circular bajo sus palmas y trazar caminos inescrutables prendida en el abrazo del ganchillo. Nunca miraba. Eran las yemas de sus dedos regordetes las que, como pequeños duendes, iban buscando el lugar preciso en que hundir la cabeza y atar el lazo. Y así, tardes y tardes, mañanas y mañanas, salían de aquellas manos finísimos y delicados cuadros que, a su vez, formaban parte de un todo: vestidos y abrigos, braguitas, calcetinillos minúsculos -¿cuántos habré llevado tejidos por esos dedos?- la cenefa de un mantel, el embozo de unas sábanas, colchas... ajuares imposibles para sus hijas -dos se le quedaron solteras-, para sus nietas. Y su voz, tejiendo el anteayer con el ayer, y cadeneta para salvar el vacío y engancharlo al ¿hoy?. Se fue. He olvidado ya la voz de mi abuela.

Las manos de mi padre. Las mismas manos. Manos sosteniendo libros, periódicos. Manos tallando delicadamente la madera, armando buques embotellados, hilvanando velámenes e izándolos sobre jarcias minúsculas. Manos reparadoras, curando tuberías, apañando desperfectos, meticulosas y pacientes manos de relojero frustrado. Manos caricia. Recias en su ternura, tiernas en su dureza. Manos oxímoron. Y su voz, su voz contando cuentos y preguntando, y aconsejando. Se fue. He olvidado ya la voz de mi padre.

Las manos de mi tío. Blancas manos idénticas a otras manos. Manos de escribiente, ambivalentes, inteligentes manos con los dedos teñidos de añil, manos cuidando plumas-fuente, trabando crucigramas, acariciando los cristales de las gafas, hasta dejarlos impolutos en sus austeros marcos, negros o de concha. Manos en los bordes de los vinilos, casi sacramentales ¡cuidado, cuidado...! manos limpias, guiando sobre las viejas enciclopedias, deshojando fotografías sepia. Y su voz, su voz explicando la Ruta de la Seda, repasando las lecciones, dando significado y sentido a los números, a las letras, su voz algo desencantada. Se fue. He olvidado la voz de mi tío.

Y las manos de EL. Las suyas, manos pequeñas de dedos afilados. Manos organizadas, cuidadosas, pulcras. Huesudas manos tibias, abrazadas a mis manos, manos con ilusiones rotas de pianista, cultivadas manos sabias, acariciadoras, despiertas, lúcidas manos abriendo puertas y ventanas. Esas, que un día la enfermedad convirtió en garras, en baquetas cansadas de repiquetear pidiendo auxilio: he perdido las fuerzas para leer, para escuchar, para vivir. Y su voz. Su voz triste, tengo que irme y no quiero. Se fue. No, no, aun no olvido su voz. Intento desesperadamente guardarla presa dentro de mis oídos.

Miro mis manos. Son las manos de mi gente, las mismas manos... o cada vez lo son más. Manos de otoño, romas, de dedos cortos, de uñas anchas con surcos y relieves verticales, que se van aplanando con el tiempo, a medida que pasan los años, hasta que un día, cuando mi propio invierno haya llegado, se vuelvan cóncavas donde fueron convexas. Cada vez son más las manos de mi padre, de mi abuela, las que veo ante mí. Menudas, ágiles manos que cabalgan las teclas al trote largo, manos que escriben, manos que se afanan, manos que intentan soltar amarras, olvidarse de sí mismas, manos de otoño cálido tratando de encontrar abrigo ante el invierno.

Y mi voz. Cada día más oscura, hija de aquellas voces que se fueron hundiendo en el olvido. Todas aquellas voces que ya no hablan, y ni siquiera crujen, rotas y húmedas, como las hojas muertas de Noviembre.





El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el viernes, 10 de Noviembre de 2006

AMORES NIÑOS



El instituto, mi instituto, se alzaba entonces -como hoy, aunque ha cambiado la gente que lo habita- en el corazón del parque de la Ciudadela, en Barcelona, frente a la Plaça de l'Ou, ovoide, como su propio nombre indica. Al otro lado se alza el edificio del Parlamento, como en tiempos de la República, pero cuando yo estudiaba lo que se alzaba era el Museo de Arte Moderno.

En el corazón de la plazoleta, rodeada de setos, hay un estanque, oval también, y en el corazón del estanque una estatua blanca, de una mujer desnuda, semi-yacente, que derrama sus cabellos de tal modo que le cubren el rostro. La estatua blanca es obra de Josep Llimona y se llama "El desconsòl", el desconsuelo.

Muchas horas pasé en aquella plazoleta: recreos, idas o venidas, incluso algunos domingos paseando por el parque me recogí al abrigo de sus paredes de hojas. Y tanto como las risas y los juegos, amparó alguna vez mi propio desconsuelo.

El edificio del instituto lo construyó, a mediados del s. XVIII, el ingeniero Jorge Prosper de Verboom y fue el palacio del Gobernador de la Ciudadela. Más tarde fue cuartel de Bomberos, y ya en tiempos de la Primera República lo reconvirtieron en l'Institut Escola de la Generalitat Republicana y después, en la posguerra, en instituto femenino de enseñanza media. A su lado se levanta la capilla castrense, que imagino que seguirá todavía en uso. En tiempos fue la capilla del instituto, pero después de la guerra nunca volvió a serlo.

Concebido como residencia de un gobernador militar, el edificio envolvía un gran patio interior. El edificio principal, en el centro de la fachada, tenía tres plantas y lo que nosotras llamábamos un "palomar", que no eran otra cosa que las buhardillas donde se debió alojar el servicio. la fachada continuaba a ambos lados, algo más baja, y se abría hacia atrás en "U" para, a la mitad de ambas ramas laterales, descender todavía un piso más y cerrarse, al fondo del patio, en una línea recta, baja y arriconada contra los setos.

Precisamente allí estaban situadas el aula de música a un extremo, y el aula de dibujo al otro. Las ventanas, enrejadas, daban a una minúscula calleja de tierra, semioculta tras los setos que la separaban del parque. Y allí, en aquellas ventanas, los mozalbetes se colaban más de una tarde y más de dos, a enredar con las muchachas.

Nuestro profesor de dibujo era un hombre mayor, canoso, andaluz, de quien desgraciadamente no recuerdo el nombre. No era nada severo, y supongo que entendía que a nuestra edad se tuviera la cabeza a pájaros. El aula de estudio, propiamente dicha, se abría al patio, y el aula de dibujo solo tenía acceso desde esta.

Recuerdo algunas tardes tibias, por alguna extraña razón sin clase, en la que mis compañeras acercaban el pequeño tocadiscos -pickup- del aula de música y ponían discos. El sol se colaba entre los barrotes, igual que las palabras de los chiquillos. Un pequeño guirigay de murmullos tiernos, como de tórtolas, y de rubores chiquitos. Todavía, en aquel entonces, nos ruborizábamos. Ahora ya no sé si a las niñas les suben los colores, con once o doce, o trece años, si les dicen ternuras. Tal vez ya no, aunque probablemente sí. Ojalá. Porque era hermoso el espectáculo.

No. No me miren esperando algo. A mí no me rondaba ningún niño. Ya han visto las fotos y Pedritus lo ha dicho con sinceridad. Era un coquito. No se le hubiera ocurrido a nadie. Pero soñar también soñaba, que nadie se lo impide a las chiquillas feas. Y me podían unos ojitos verdes y un flequillo pelirrojo aunque le viera charlar con la mitad de la clase sin darse cuenta siquiera de que yo estaba allí. ¡Que más daba eso! Enamorarse, por chiquito que sea el amor, no es algo que necesite devolución. Como en los partidos de balonmano, que me dejasen jugar ya era una victoria, si encima hubiese ganado... habría sido el colmo.

Hoy todavía recuerdo aquella luz dorada desparramándose entre los huecos, bañando la habitación en penumbra donde latían amores niños. Y el pequeño vinilo dando vueltas en el pickup...
"Sealed with a kiss".

El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el miércoles, 13 de Septiembre de 2006

ANGELES, o ...

... COMO DESPERTAR AFICIÓN POR LOS CLÁSICOS.

No era consciente de mi buena suerte cuando la fortuna me regaló la presencia, como profesora, de Ángeles Cardona. De ella lo ignoraba todo. Solo sabía que tenía una voz dulce y unas maneras educadas, que aquel año estudiaríamos de su mano las obras más conocidas de Beaumarchais (El barbero de Sevilla y Las Bodas de Fígaro)... y fue completamente de su mano, puesto que la edición de Bruguera con la que nos adentramos en el autor estaba comentada por ella. (Por cierto que, el gabachísimo Pierre Augustin Caron, cuando el XVIII daba sus últimos coletazos y mucho antes de que el romanticismo llamase a nuestras puertas, publicitaba ya cierto carácter andaluz que algunos se empecinan en negar que existiera).

No contenta con lo suyo, que era la literatura, nos enganchó también, de la mano de Maite, con la música y nos presentaron, entre las dos, a Giaccomo Rossini. En un amago burlesco, me encontré una divertida tarde en la sala de música con la partitura entre los dedos -que, por supuesto, no sabía leer porque no tenía ni repajolera idea de solfeo- y rasguñando con aquel mezzogallo glorioso el "Una vocce poco fà"...

Recuerdo a Ángeles, ya digo, gentil. Era un placer escucharla atentamente mostrarnos las literatura del Barroco (y otras hierbas) vestirnos la imaginación y llevarnos de la mano por los entresijos de la época. Tenía una voz dulce y un halo triste. Mis condiscípulas (las mayores) comentaban que era debido a que, no hacía mucho, había perdido una hija en un accidente de tráfico. Inspiraba ternura. Tal vez porque era poco dada a regaños y más afanosa con las reconvenciones suaves y con la guía amable.

Convertía la asignatura en un mundo subyugante; en nada me sentía más cómoda que invirtiendo las horas de los deberes, en casa, en sumergirme en los libros y estudiar el siguiente tema. Todo se me volvían preguntas que se atropellaban por salir, y que luego no salían... mordidas por cierta timidez que me impedía andar levantando la mano una y otra, y otra vez, en mitad de la lección.

Me sentía mimada por su atención, por las explicaciones cuidadosas, por el esmero en los detalles, por aquella invitación que nos hacía a buscar en las bibliotecas, a leer, como herramienta básica para depurar nuestro uso de la gramática.

Con todo, no era yo la más espabilada de sus alumnas. Nunca destaqué demasiado, manteniéndome en esa modesta mediocridad en la que tantos navegamos. Sacaba notas razonables, eso sí. Muchos notables y algún que otro sobresaliente de higos a brevas.

Y, sin embargo, ella se las ingenió para encontrar en mí un "algo" destacable, inflándome de repente de un orgullo propio de un pavito real y pintándome una sonrisa de oreja a oreja.

La recuerdo perfectamente:

El resumen está muy bien, pero además tienes una letra clara, personal y fácil de leer. Haces cómodo corregirte los exámenes y tu caligrafía es preciosa.

Por fin, a la larga, los malditos años del plumín y el tintero, la letra que había entrado con sangre, habían dado fruto pero, más allá de eso... mi letra era ya entonces -como es ahora- parecidísima a la letra de mi padre. No podía haberme dicho algo que me hiciera sentir más feliz.




Angeles Cardona de Gibert tiene prologados y comentados muchísimos de los autores clásicos, en ediciones no necesariamente caras. Es posible que alguno de ustedes haya tenido alguna vez, entre sus dedos, sus palabras.

Yo fui una niña afortunada: fue mi maestra.


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el martes, 5 de Septiembre de 2006

EL TERROR DE LAS NENAS.



No recuerdo su nombre. Tampoco recuerdo bien su rostro. En mi memoria, aquel hombre era una silueta delgada, embutida en un traje, con una mata de pelo castaño claro o rubiasca y una sonrisa sardónica y desagradable.

Para mis pocos años lo consideraba mayor, pero intuyo que no lo era. Debía ser más joven de lo que soy yo ahora, mientras escribo. Tal vez andaría en la treintena corta... no mucho más.

Supongo, quiero suponer, que tenía motivos válidos para comportarse como lo hacía. Enseñar a un grupo de niñas, posiblemente chillonas, apenas prepúberes, no debía ser su objetivo en la vida. Supongo, quiero suponer, que era la frustración la que hablaba siempre por su boca. Pero lo cierto es que, suponga lo que suponga, para todas nosotras representaba un auténtico martirio. Nada nos había preparado para soportar aquellas andanadas y, a la fobia frecuente por la asignatura, se venía a añadir el terror de encontrarse de pronto en la diana de su ácida lengua, inmisericorde.

Era nuestro profesor de Matemáticas.

No sé bien si alguna de mis compañeras consiguió rebasar con éxito aquel escollo en sus estudios. Desde luego, lo hicieron sin su ayuda. Mi recuerdo, opaco, no conserva ni una sola lección de aritmética, ni de teorías de conjuntos, ni nada que tuviera que ver con cifras o cálculos. Solo conservo, como si estuvieran metidos en formol, los recuerdos de los motes. Los motes con los que él nos obsequió a todas y cada una de nosotras, desde el primer día. Como los presos de una absurda penitenciaria, en su clase perdíamos no el nombre, sino incluso el apellido. El cuidado -o el descuido- con el que te vestías, tus rasgos físicos, tus costumbres, cualquier cosa podía pasar a convertirse en una piedra, una minúscula flecha envenenada.

Isabel, en aquel entonces la típica niña gorda, no particularmente agraciada, se veía siempre bajo chaparrones de motes ofensivos. El más obvio era, claro está, "la gorda", pero no se escapaba de que cualquier detalle de su indumentaria fuese ridiculizado, o que sus ojillos, chiquitos, fuesen convertidos en "pupilas cerdícolas". Pepa, morena y simpática, se veía acosada en la "tontina esa del ajedrez en la cabeza" haciendo alusión a su diadema con colores de damero, Nelia era la "monjita" porque vestía de oscuro y con primorosos cuellos blancos, Carmina era "calcetines mustios" y Rosa "nariz de buitre"... en cuanto a mí, mi piel clara no permitía disimular un suave bozo en el labio superior, y mis gafas eran algo socorrido: así pues, era siempre "la niña del bigote" o "cuatro ojos". Hubiera dado algo por estar enferma todos y cada uno de los días de clase.

No recuerdo haber protestado nunca fuera del círculo de condiscípulas. Guardábamos una extraña ley de silencio, cierta omertà, tal vez angustiadas -supongo- por si tomaba represalias. Sin caer en la cuenta, pobres estúpidas, de que no había peor represalia que sufrir a aquel energúmeno todo el curso sin haber conseguido aprender nada, salvo desarrollar una fobia irreprimible por cuanto tuviera que ver con la palabra matemáticas.

Un día desapareció. Fue sustituido, a título provisional, por una sucesión de profesores suplentes. Quiero pensar que alguien denunció aquella situación, aunque desde luego tengo muy claro que no fui yo, y razonablemente claro que tampoco fue ninguna de mis compañeras de curso. Tal vez alguna de las mayores, que ya apuntaban maneras más rebeldes y a las que no les hacía ninguna gracia que se quedase contemplando el vuelo de sus faldas... ¡chi lo sà!

Yo tuve que esperar cuatro años y un cambio de instituto para recuperarme de aquella sensación de abuso persistente. Cuatro años perdidos, toda la base, toda la pasión, todas las ganas. No estaba, de cualquier modo, demasiado dotada para los números, pero cuando descubrí que me habían impedido el paso hacia su magia, hacia esa hermosura intrínseca que tienen las cosas ordenadas, me entristecí. Siempre entristece perder algo bello.


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el lunes, 4 de Septiembre de 2006

MIL NOVECIENTOS SETENTA

El año 1970 estuvo salpicado de acontecimientos. La ONU lo declaró Año Internacional de la Educación y, si consultan la enciclopedia -cualquiera, la misma Wiki, por ir rápido y sin complicarse- comprobarán que, por ejemplo, el gobernador británico proclamó en Georgetown el nacimiento de la República de Guyana, presidida por sir Edward Luckhoo; que en Chipre se frustró un atentado contra el arzobispo Makarios, presidente de la República; que en Guatemala asesinaron al embajador alemán y en Colombia se celebraron unas elecciones que, ensombrecidas de sospechas de fraude, dieron origen al Movimiento 19 de Abril; que dos mujeres fueron ascendidas al generalato por primera vez, durante la presidencia de Richard Nixon; que un gran terremoto asoló Ancash, en Perú; que en Alemania se estableció la Fracción del Ejército Rojo o que, en Argentina, un golpe de estado del teniente general Lanusse derrocó al general golpista Onganía, para que luego, en junio, el general Roberto Levingston fuese nombrado presidente de hecho, que no de derecho, saltándose la Constitución.

Recordarán también, si consultan las enciclopedias, que en Jordania Hussein hizo concesiones a los fedayines, cesando las hostilidades contra los palestinos (sí, ya, que los jordanos también eran árabes... pero eran otros tiempos); que Fiji se independizó del Reino Unido y en Polonia se firmó el Tratado de Varsovia con la República Federal Alemana, mientras en Perú se amnistiaba a los presos políticos.

Nacieron, en aquel año que cerraba la década prodigiosa de los sesenta, Marco Pantani, Mariah Carey, Luis Miguel, Uma Thurman y Sasha Sokol, también Ernesto Alterio, Maribel Verdú y Ethan Hawke, al tiempo que el año barría, definitivamente, de nuestro pequeño mundo, a personajes tan famosos y dispares como Bertrand Russel, Joseph Agnon, Alfred Newman, Erle Stanley Gardner, Paul Celan, Achmed Sukarno, Luis Mariano, Antonio Oliveira Salazar, Pierre Kœning, François Mauriac, Jimi Hendrix, John Dos Passos, Janis Joplin, Gamal Abdel Nasser, Agustín Lara, Charles de Gaulle, Yukio Mishima, o Nina Ricci.

Aquel año, Jesús Fernández Santos se llevó el Nadal por su "Libro de las memorias de las cosas", voló por primera vez el Jumbo y en Londres anunciaron que una mujer daría a luz un hijo concebido en el tubo de ensayo de un laboratorio. La Nasa lanzó el Apollo XIII... y Houston, Houston, tuvieron un problema. La URSS hizo orbitar el Soyuz 9, tripulado por Nikolaiev y Sebastianov y Francia hizo explotar el atolón de Mururoa con una bomba nuclear, un mes y catorce días antes de que los rusos lanzaran la estación Venus 7.

¿Y en España? En España andábamos con el Real Madrid proclamándose campeón de la Copa del Generalísimo ante el Valencia, y con Urtain proclamándose campeón de Europa de los pesos pesados, derrotando a ARgentina en hockey sobre patines y contemplando a otros arrasar en deportes como el automovilismo, en Mónaco mientras nos consolábamos con la modesta bicicleta de Luis Ocaña que ganaba la Vuelta Ciclista a España y dejaba en las manos de Eddy Merckx el Tour de Francia.

El año en que Alexander Solzhenitsyn, el escritor encerrado en el Archipiélago Gulag, obtuvo el Nobel de Literatura.

Sí. Todo eso cuentan las enciclopedias. Pero ninguna cuenta, porque no era importante, que en mi mundo, mi mundo pequeñito, 1970 fue un año gigantesco. Al llegar el mes de septiembre de aquel año, en que cumplía mi primera década, el colegio fue sustituido por el Instituto; un Instituto lejano, situado en el corazón del Parque de la Ciudadela, para asistir al cual tenía que hacer cuatro trayectos diarios de media hora a pie, cruzando zonas que yo, en mi inexperiencia, consideraba zonas peligrosas, casi de guerra. Para mí, ir y volver tan lejos de mi casa, sola, era toda una aventura. Y ni siquiera el terror -mucho menos el terror- le restaba interés. Era un aliciente más para ir a la escuela.

El Instituto trajo a mi vida al viejo Padre Vidal y sus cuentos, y también a María Romanillos, la profesora de Inglés, o a doña Ángeles Cardona de Gibert, catedrática de Literatura de quien guardo un cariñosísimo recuerdo y de cuyas faldas andaba colgada para hablar de libros, a Alicia, la jovencísima profesora de Latín, que me hizo meter los hocicos en el Spes y me ayudaba con las traducciones, a Maite, la profesora de Música, que insistía en que yo tenía una estupenda voz de mezzosoprano que debía cultivar y al anciano profesor de Dibujo, que nos dejaba en un aula, llena de las cálidas luces otoñales colándose entre las rejas, para que nuestra imaginación volase y el arte se volcara sobre los cuadernos, a Sese, mote minúsculo que aplicábamos a la gigantesca Dolores Seseña, la profesora de Educación Física, incapaz de convertir mis dos pies izquierdos en algo útil, a Gloria, la profesora de Ciencias y a Carmen, la de Historia, a Mercé, la profesora de Catalán y, cómo no, a mis dos grandes terrores: el inmundo profesor de Matemáticas, bestia parda de las aulas de primer grado, y a doña Lola, la profesora de aquella especie de engendro que se llamaba algo así como Formación Femenina, o Labores del Hogar, calco pintiparado de la más joven y regordeta de aquellas hermanas Gilda de mi infancia, igual de terrorífica que ellas y por quien jamás pude tener la más mínima gota de aprecio.

Fue el año setenta, pese a muchos descalabros, un año glorioso. El año en el que pise el umbral de la adolescencia. El año en que empezaría a convertirme, física y mentalmente, en lo que se llamaba "una mujercita". Hace, no más, la friolera de treinta y seis años. Más de siete lustros.

Pero no fue gratis. Fue también la puerta de entrada a un mundo más cruel de lo que estaba acostumbrada a soportar, el desgarro de las faldas protectoras de mi madre, la conciencia de ser poca cosa y de tener que aprender a defenderme. En 1970 empezaron a crecer las corazas que poco a poco me defenderían del mundo, hasta terminar convertida en una especie de caracolillo gafudo, silencioso, oculto. Crecer no es tarea fácil, no para los peor dotados. La sensación de que todo cuanto anhelaba poseer estaba demasiado arriba para el largo de mis brazos empezó a germinar aquel otoño del 70. Y los amargos frutos perdurarían en el tiempo... mucho, tal vez demasiado.





El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el lunes, 4 de Septiembre de 2006

LA LETRA, CON SANGRE ENTRA (II)

Después de Nuestra Señora del Rosario, academia particular regentada por dos burgobeatas en un primer piso del Paseo Nacional, mi madre me trasladó a otra academia, también particular, al otro lado del barrio, ésta regentada por un matrimonio de mediana edad - Matilde, ella, a cargo de los pequeños; Luis, él, a cargo de los mayores- también en un primer piso, también con portería y... también con algunas manías, aunque menos. El símbolo más evidente de un cierto cambio de tendencia comenzaba por el nombre, que abandonaba los altares y las advocaciones marianas para irse a refugiar en los campos de la literatura: Liceo Cervantes.

De momento, allí no se rezaba por las mañanas, lo que ya suponía a mis cegatos ojos de niña un avance, pues servidora, a nivel doméstico, nunca pasó mucho más allá de un padrenuestro perdido o un jesusitodemivida como runrún nocturno para conciliar el sueño. A mi madre, la verdad, los breviarios le traían malos recuerdos y los esquivaba como a la peste. Las charlas con Dios, de tú a tú y sin intermediarios ni recetas precocinadas...

De aquel lugar recuerdos los largos pupitres de madera, con sus bancos compartidos y sus huecos para los tinteros de cerámica. Sí, también allí se habían utilizado plumines, pero habían pasado a la historia reciente, siendo reemplazados por los modernísimos bolígrafos o, en cualquier caso, por los sempiternos lápices. Sobre el encerado verde había grandes mapas, generalmente enrollados sobre varillas de madera, que se desplegaban en la clase de Historia o Geografía. Mapamundis de colorines, con sinuosos ríos azules, pardos montes y verdosas selvas. Mapas políticos y mapas físicos. Sobre aquellos lienzos, a golpecillos del largo puntero de madera, recorríamos el mundo recitando los nombres para intentar grabarlos en la memoria, tarea difícil y abstrusa que cada quien solventaba según sus propias capacidades y recursos. Para mí, el método infalible era mezclar en fantasías locas cuentos y leyendas en las rutas que el bastón señalaba... así, Katiuska cantaba a los remeros del larguísimo Volga, y el Danubio era azul a su paso por Viena, donde hermosísimas damas vestidas de muñecas bailaban el Vals del Emperador. Había que poner color y calor a la aridez de las listas interminables.

En aquella academia encontré mi primera amiga de infancia. También, allí, descubrí que los enchufes y el dinero -por poco que sean- cunden no pocas veces más que el esfuerzo personal. Fue una pequeña tragedia, un disgusto que a los adultos no les pareció interesante. Para mí, significó una enorme decepción.

La culpa fue de Barba Azul.

Desde muy niña la lectura había sido mi pasión, leía todo cuanto mis manos alcanzaban y, por supuesto, leía muchísimos cuentos. Cierto día, para festejar no sé bien que acontecimiento, en la escuela se organizó una pequeña obrita de teatro. Eligieron algo muy sencillo; un pequeño Barba Azul. A la hora de seleccionar los actores y actrices entre los alumnos (la escuela era ya mixta) yo sentí que tenía todas las posibilidades del mundo. No es que me supiera UN papel, es que me los sabía TODOS. El cuento completo, vaya.

No imaginaba, ni poco, ni mucho, ni nada, que aquella circunstancia, acompañada de otra algo menos afortunada, iba a significar el desastre.

Dado que leía bien y recitaba mejor, el papel de la joven esposa de Barba Azul vino a mi regazo con toda la facilidad que cabía esperar. Yo saltaba, literalmente, de gozo (casi cualquier niña ansiaba ser "princesa" por un rato). Andábamos todos atareados, preparando los disfraces a base de coser faldas y accesorios con papel pinocho (aquel papel fruncido, que casi parecía tela) y cartulinas. Ibamos creando, con ayuda de la maestra, faldas, corpiños, picudos sombreros, jubones y calzas, hasta el enorme llavero de Barba Azul fue modelado a base de barro y papel estaño. Un auténtico jolgorio.

Entonces llegó Pili, mi compañera de pupitre, una morenita picarona, de ojos curiosamente azules y mejillas pobladas de pecas. La mamá de Pili era pescadera en el mercado de San José de la Boquería pero, aparte de eso, era una espléndida costurera. Y dinero no les faltaba ni pizca. Y hete aquí que, la mamá de Pili, decidió gastar algo de dinero, aunque fuera para una sola ocasión, en comprar telas y accesorios y coser para su pequeña -que tenía el papel de una de las muchachitas previamente encerradas por Barba Azul- un hermoso vestido en tela, con puños y cuello de pelusa imitando visoncillo, y un picudo gorro forrado de raso de nylon, brillante, y con un espléndido velito de tul.

Pilar no era solo una chiquilla muchísimo más guapa -nada que hacer, con mis rizos indomables, siempre como una cresta, y mi carita feúcha- sino que además iba vestida como una auténtica princesa de cuento de hadas.

Como era de esperar, tan magnífico traje no podía quedarse para vestir a un personaje secundario, era evidente. Como era de esperar, también, la mamá de Pilarín no estaba por la labor de coser y esforzarse para alguien que no fuera su niña. Y así fue como, por un extraño accidente del destino y aprovechando el hecho fortuito de que la actriz principal se sabía todos los papeles -sobre todo y ante todo un papelito que apenas tenía dos o tres párrafos- el puesto de primera actriz voló de mi regazo para ir a aposentarse en el halda tranquila de Pili... y yo pasé a engrosar el número de esposas encerradas en el castillo.

Aquella nimiedad tuvo importantes efectos en mi concepción del mundo durante los años posteriores: "Tanto tienes, tanto vales" pasó a ser una de las cosas que me quedaron perfectamente claras. No estaba en condiciones de demostrar nada porque la oportunidad tenía la mala costumbre de ir a buscar un puesto donde tuviera que esforzarse poco.

A cambio, en casa, yo seguí siendo la heroína de todas las historias, todos los bailes y todas las aventuras que, sin cuartel, los libros me regalaban.

Pero también, a partir de aquel día, las agujas y los dedales y quienes con ellas se entendían, pasaron a formar parte de mi bestiario particular.


Pequeñeces aparte, en el Liceo Cervantes tuvo lugar mi primera gran batalla ortográfica, que perdí porque, como Felipe II, yo no mandaba mis barcos a luchar contra los elementos...

Esta vez la culpa la tuvo el alcohol. ALCOHOL. Así, con H ligeramente aspirada, intercalada, como casi nadie lo pronuncia. Leer tiene también esas cosas: uno conoce palabras y palabras y más palabras. Los dictados eran mi fuerte. Pocas palabras podían incluirse en un dictado para el nivel escolar que me correspondía que yo, pese a una edad no muy larga, desconociera. El maestro se hubiera visto obligado a buscar textos bastante más áridos, con lo que mis compañeros hubieran sufrido lo indecible.

Aquella mañana, sin embargo, tropezamos con el alcoHol. Cuando me devolvió la libreta, corregida, una insolente marca roja profanaba la página. ALCOL. Leía yo, y no daba crédito a mi corta vista. ALCOL. SIN HACHE. Protesté -había que copiar la palabra mal escrita, en su forma correcta, para aprenderla-. No estaba dispuesta a escribir cien veces una palabra con semejante errata ortográfica. A Don Luis no le hizo ninguna gracia que me pusiera -y supongo que lo hice- chuleta. Su regla de madera y la palma de mi mano se dieron los buenos días repetidamente. Por fin, sorbiendo y con la sangre picoteándome bajo la piel, obedecí.

Cien veces obedecí.

Cien veces escribí, incorrectamente y a sabiendas, ALCOL.

Cien veces blasfemé bajito y mecachís en los dengues que te coman.

Cien veces.

Vale.

Y luego llegué a casa. Y en casa estaba mi papá, que había regresado de viaje y, como otras veces, se interesaba por las cosas de su niña.

Mi papá, que vió cien veces escrito en MI libreta ALCOL, sin HACHE.

Aquella tarde, mi papá y Don Luis hablaron con la serenidad que hablan los hombres de las cosas sencillas. Disculpas, sin embargo, no recibí. Ni por la falsa enmienda, ni por los palmetazos. Pero nunca, nunca jamás, me volvieron a zurrar por defender lo que creía. Por lo visto, papá se las ingenió para convencer a Don Luis de que, a veces, los adultos también se equivocan, y no es cosa sana empecinarse en que los niños no saben lo que dicen y mucho menos golpearles por defenderlo en lugar de razonar con ellos.

Fueron, pese a todo, tiempos dulces; tiempos de cerezas; de cajas de orugas-mariposa; de meriendas de pan con chocolate. La escuela, sus libros, sus lecciones, eran la puerta abierta hacia otro mundo. Allí, con luces y sombras, siempre fui una niña feliz.


sieteaños


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el lunes, 4 de Septiembre de 2006

LA LETRA, CON SANGRE ENTRA

CON SANGRE ENTRA... (I)

El colegio se llamaba, si mi memoria no hace de las suyas, Nuestra Señora del Rosario. Era una de aquellas academias de la época, situada en un piso que en tiempos debió ser vivienda acomodada y cuyas propietarias, dos hermanas solteras que recordaban una dura versión de las Hermanas Gilda de los tebeos, habían habilitado para dar clases.

En el barrio, un barrio pobre, de pescadores, como era por aquel entonces la Barceloneta, no abundaban aquellas viviendas. Nuestros pisos tenían apenas treinta metros cuadrados mal contados y en ellos se apiñaban familias a veces numerosas. Por el contrario, aquella casa tenía una entrada con zaguán, y portería. El piso, en sí, se abría a dos calles, con fachada principal al que entonces era Paseo Nacional, y hoy se llama Avenida de Juan de Borbón. La clase de las más pequeñas daba atrás, a la calle del Mar, luego se abría un largo y oscuro pasillo, flanqueado de puertas que en su día debieron ser dormitorios o cocina, y las mayores estudiaban en lo que debió ser el salón principal, con un mirador asomado sobre el paseo.

Fue mi primera escuela y no puedo decir que guarde de ella buen recuerdo. Las hermanas eran feas y secas, con esa acritud especial que tienen las mujeres que se ven convertidas en algo que no han deseado. Recuerdo aquellos rostros, marcados con arrugas de irritación, y no de risa. Ásperas, beatas y retrógradas, eran la viva representación de aquellos ejemplares carpetovetónicos que creaba la Sección Femenina.

Las normas respecto a vestimenta y aseo eran no tanto rígidas (que lo eran) sino rayanas en la estupidez. Solo asistíamos a clase niñas, y teníamos prohibido (o se les prohibía a nuestras madres, que eran las que se ocupaban del asunto) vestirnos con pantalones, llevar un largo de falda inapropiado o peinarnos con colonia. Recuerdo vagamente haber visto a alguna de mis compañeritas ser enviada de regreso a casa por cualquiera de estos motivos. Eso a mediados (largos) de los sesenta.

A la entrada, en el largo pasillo, siempre nos esperaba una de las dos hermanas. Generalmente la más joven, aunque las dos pasaban de sobra, o cuando menos lo aparentaban, el medio siglo. Rebasada la primera inspección y si todo estaba en orden, nos distribuían en la clase correspondiente, donde más de un curso compartía aula. Recuerdo días de colecta de Domund "para los negritos", y horas perdidas en el mirador, pintando ceniceros de vidrio a los que enganchábamos calcomanías para regalárselos a nuestros papás el día de San José, y más horas y horas perdidas cosiendo faldas con hilo de verdad sobre papel de periódico, que se necesita ser cafre para obligar a alguien que NO sabe coser a hacerlo sobre un material que se rompe al tirar del hilo. En fin... las horas se escapaban aprendiendo poco menos que nada.

Mientras, las mañanas se iniciaban, indefectiblemente, con todas en pie, cantando El Virolai y rezando.

En el tiempo que estuve con las pequeñas no tuve problemas. Era una niña obediente y además iba bastante avanzada porque llevaba mucho trabajo adelantado de casa. Mi madre se había tomado su trabajo para enseñarme las letras, rudimentos de lectura y hasta a leer las horas en el reloj. Pero la ventaja no me iba a durar siempre. Como estaba adelantada para las pequeñas, pronto me pasaron a la otra clase... y ahí llevaba todas las de perder.

Entonces no me lo llegué a plantear, pero muchos años después, cuando fui adulta y recordé aquella época, me pregunté cómo mi madre, con su caracter y sus opiniones, me había matriculado en aquella escuela. Los dos años escasos que pasé allí fueron un auténtico martirio y al mirar atrás me sorprende la fortaleza que pueden llegar a tener los niños para soportar el trato que algunos adultos les brindan.

No tenía más de seis años cuando me pasaron con las mayores. Desconozco los planes educativos que utilizaban, pero sé que las mayores no rellenaban los cuadernos de caligrafía a lápiz, sino con tinta y plumín de acero. Para una niña de seis años manejar un plumín de acero aplicando correctamente la presión para que no se abra en dos y lo emborrone todo es, ciertamente, muy dificultoso. Si a eso le sumamos que tenía un marcado defecto visual, me encontraba generalmente con los hocicos pegados a la libreta. Eso me valió más de una regañina y, cierto día, una de las doñas se cabreó por repetírmelo y me dió tal colleja que me estampó la nariz en la planilla, salpicando el cuaderno de gotitas de sangre mezcladas con la tinta.

Pronto empecé a perder el ritmo de la clase. De cabeza de ratón a cola de león, hay un paso pequeñito. Pero eso no me molestaba. Lo que me hería profundamente era quedar en ridículo, y aquellas dos brujas eran especialistas en dejarte en evidencia.

Una mañana, mientras nos preguntaban la lección, tuve ganas de orinar. Pero nadie podía moverse del círculo sin permiso (nos preguntaban poniéndonos en pie, en un pequeño corro, y hacían las preguntas correspondientes al grado que le tocaba a cada cría, con lo que se mezclaban distintos niveles). La cuestión fue que yo pedí permiso, y me lo negaron. La maldita rueda de preguntas no avanzaba nunca. Los nervios, la intranquilidad... los seis años, en suma, se cobraron su precio: me oriné encima.

Nunca jamás se me olvidarán las risas. Ni el agobio con el que, empapada, crucé el aula para ir a buscar al patio la fregona con la que me obligaron a limpiar el charco, ni la horrible mañana que pasé, oliendo a rayos, sentada en un rincón al fondo de la clase. Hay cosas que nos impactan y nunca olvidamos.

Me sentía infeliz y minúscula, pero no me atrevía a quejarme. Sin embargo, las cosas iban degenerando porque tenía otro problema en casa: mi madre no tenía ni idea de lo que estaba soportando, y era poco dada a obedecer absurdos.

Cierto día nos enseñaron a tejer redes -de pesca- vaya usted a saber con qué curioso fin. Para ello tuvimos que comprar una aguja especial (una especie de lanzadera ahusada, de madera, con una pua central) cosa que no representaba un problema importante, pues en el barrio había tiendas que abastecían de ellas a los pescadores. Mi madre arrugó el entrecejó pero la compró, y también el hilo.

Lo malo fue que la siguiente semana pidieron que llevásemos anzuelos. Y ahí pinchamos en hueso. Mi madre no estaba dispuesta a poner anzuelos en manos de una niña pequeña. Pero en lugar de ser ella quien se plantara a explicárselo a las maestras, me dejó a mí con el mochuelo.

Tierra trágame es poco para lo que deseé aquel día. El terror era superior a mis fuerzas, de por sí bien cortas. Me cayó un castigo por no llevar las cosas. Ajo y agua, también.

La cosa hubiera durado sabe dios hasta cuando de no ser porque, un mal día, a la mayor de las Gilda se le escapó la mano de manera un tanto brutal y, como me soltó el sopapo sin molestarse siquiera en quitarme las gafas, me dejó la varilla perfectamente dibujada en la cara.

Y fue un golpe soberbio. Cómo sería de soberbio que me duró hasta por la noche. Mi madre lo descubrió cuando, al ir a bañarme, me quitó las gafas y preguntó. Mentir no sabía, así que expliqué lo sucedido, temblando de pensar que mi madre se enfadase, o que fuera a pedir cuentas a la maestra, y luego las cosas se complicasen todavía más.

Mamá, por el contrario, pidió pocas explicaciones. Se limitó a presentarse conmigo, como todas las mañanas, al día siguiente. Se limitó a encerrarse conmigo y con la directora -que había sido la del bofetón- en el despacho de esta última y, después de ponerla como hoja de perejil, darme de baja en la escuela, con el curso sin terminar.

A partir de aquel momento, mi vida de pequeña estudiante mejoró notablemente, aunque anécdotas hubo durante muchos años, algunas crueles, otras injustas y otras muchas divertidas.

Aquel bofetón a destiempo me salvó de seguir bajo la tutela de aquellas dos maestras sin don, plaga residual de tiempos en los que la educación entraba, como la letra, a golpes.


cuatroaños


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el sábado, 2 de Septiembre de 2006

MESTIZOS

La menor de mis tías maternas -Juana- nació en 1942, veintidós años después que mi madre. Por aquella época la abuela -Juana, también- había descartado la idea de quedarse embarazada, aunque solo tenía cuarenta y dos años, esa edad en la que hoy muchas mujeres, se apresuran a tener su primer-último hijo. Edad, raspando el límite, en que mi madre me parió a mí.

La abuela no estaba demasiado por la labor. En realidad, lo de criar hijos nunca había sido algo a lo que fuera aficionada. Los engendraba (eso debía tener un puntito divertido, supongo), soportaba la preñez y luego, una vez concluido el trámite, los dejaba un poco a la buena de dios, al cuidado de las hijas mayores -por favor, no me pregunten quien crió a las hijas mayores, que la cosa tuvo su enjundia-. El caso es que la abuela, cuando vió engrosar su abdomen, fue a que el médico la visitara. Su médico, en el depauperado Cádiz de la posguerra y para alguien de clase baja-tirando-a-hambrienta, era un octogenario que apenas distinguía lo que tenía delante de los ojos, probablemente más p'allá que p'acá. Y el diagnóstico del buen y ancianísimo galeno fue, ni más ni menos, que Juana tenía un quiste en el bajo vientre.

La abuela se espantó. Las hijas se preocuparon. El "quiste" crecía, cada día más, hasta extremos aberrantes y exagerados. Un día, los dolores provocados por el "quiste" llegaron a convertirse en algo insoportable... y ese día quiso la buena suerte que apareciese en el horizonte Paca, la comadrona que había ayudado a la abuela en todos sus partos anteriores.

- ¿Un quiste? -bramó, horrorizada- ¡Un quiste! ¡Trae acá p'acá... que te voy a quitar el quiste!

Y, ni corta ni perezosa, se metió en faena.

El quiste llegó a este mundo llorando, con unos pulmones de aquí te espero. Por no molestarse demasiado en buscar, le pusieron el mismo nombre que llevaban la abuela, el abuelo, y su hermano mayor. Pues eso: Juana.

Y quedó, como no, encomendada a la guarda y custodia de sus hermanas mayores, que la criaron como si de una hija y no una hermana se tratase. A fin de cuentas, las separaban entre 24 y 18 años.

Creció la niña en tiempos de escasez, de un moreno cetrino, oscuro, con unos ojos enormes y agitanados, delgada y bullanguera, respondona, incapaz de callarse a tiempo. Sus relaciones con la abuela nunca fueron cómodas, pero no por ser la última, sino sencillamente porque relaciones cómodas con la abuela eran algo poco menos que imposible.

Cierta mañana el diablillo se andaba escaqueando del enjuague matutino, jofaina y lebrillo. La abuela se empecinó en que tenía churretes y frotó, frotó y frotó con la toalla húmeda. Tanto frotó, que durante semana y media la chiquilla lució en los pómulos dos enormes rodetes desollados que, exactos a los que lucía en las rodillas, se iban oscureciendo a medida que la piel cicatrizaba y se formaba una costra ligera. Solo a la abuela se le podía ocurrir confundir la tez oscura de su hija con churretes. Ella aprendió a salir corriendo antes de que su madre la atrapara para lavarla. Con el tiempo aprendería muchas más cosas. Por supuesto yo no lo viví, son esas historias que recorren las veladas familiares, susurradas en los labios, entre risas... hoy que ya no duelen.

Pieles cetrinas, oscuras, morunas. Cabellos rizados, crespos en algún caso, negros como alas de grajo. Labios llenos, carnosos, prominentes, y unas encantadoras narices que apuntan más hacia Judea que hacia Níger. Semíticos, más que agarenos. No conocemos exactamente cuando, pero sabemos bien que nuestra gente cruzó en algún momento de su historia desde la otra orilla y se afincó en la bahía. Nos mezclamos, los rasgos se adelgazan con pieles más claras, con cabellos más lisos, con rasgos más nórdicos, pero todo en nosotros apunta directamente al corazón del Sur.

Mestizos.


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el sábado, 2 de Septiembre de 2006

UN PASEO CON ALMA



El primer lustro de este siglo andaba apenas mediado. Era Mayo, y era Córdoba. Ella y yo habíamos compartido la habitación del hotel, un hotel recoleto, escondido en una callecita cordobesa cercana a la Universidad y no demasiado lejos de la Plaza de Colón. En realidad, compartir no es la palabra exacta porque yo solo usé el cuarto para soltar el equipaje, asearme un poco y arreglarme, por la noche para la cena, y por la mañana para visitar la ciudad.

Recuerdo que, cuando regresé a las nueve de la mañana de mi expedición fotográfica, ella todavía estaba medio adormilada y los rizos rubios de su melena se desparramaban sobre el embozo de la colcha, apenas iluminados por la ventana chiquita y alta que daba al patio. Siempre recuerdo a Alma muy blanca, muy rubia, casi como una porcelana que hubiera cobrado vida. Por supuesto no era así. Era una criatura normal, vivaracha, razonablemente alegre, enamorada del flamenco, arte que estudiaba con vocación.

Aquella mañana desayunamos juntas, en Gaudí, y luego paseamos por las calles, todavía frescas, hasta llegar a la Mezquita, donde habíamos quedado con el resto del grupo que, como suele suceder con los grupos grandes, iba a su bola.

Pasear con Alma era refrescante, como acostumbra serlo pasear con gente joven, con las ideas frescas, todavía sin empañar excesivamente por la tormentas de la vida -aunque no estén exentos de haberlas padecido-. Y con ella aprendías mil cosas que, al menos a mí, te eran absolutamente novedosas. Sí, mirar la vida a través de unos ojos todavía agudos, capaces de percibir los detalles más rutinarios como nuevos, es una gran cosa.

Charlamos durante mucho rato. Yo tenía una de esas mañanas raras, algo espesas, en las que la abundancia de la belleza alrededor te arrastra hacia una melancolía irreprimible, el presentimiento de la pérdida cercana, esa certeza terrible que te empaña el ánimo justo cuando más a gusto estás. Y, como me conozco y conozco el sentimiento, charlaba más, con más ganas, con más risas de las habituales, las palabras se atropellaban por salir, desenfrenadas.

Curiosamente -y digo curiosamente porque me ha sucedido pocas veces, y menos con gente tan joven- Alma lo notó. Lo preguntó directamente:

- ¿Por qué estás tan triste? ¿Por qué te escondes?

Así que, sorprendida con las manos en la masa, no pude hacer otra cosa que contestarle la verdad:

- Porque tengo que fingir alegría. Si me dejo arrastrar por esta tristeza absurda, que no tiene sentido ni razón de ser, entraré en una espiral descendente, que me hará dar vueltas y más vueltas sobre mi propio ombligo y hasta mi mismo infierno. Salir de ahí es demasiado difícil. Así que no me queda otro remedio que fingir estar alegre, parlotear, reírme, hablar de todo sin hablar de nada. Como si estuviera asida a los seguros de una pared mientras escalo, ir clavando risas como fijaciones, igual de artificiales, hasta conseguir remontar la pared que se te viene encima. Porque bajar es fácil, solo hace falta dejarse resbalar...

Igual que la tristeza, la alegría se alimenta de sí misma (aunque tenga que empezar en un fingimiento) y, además, es contagiosa. Solo hace falta un esfuerzo en la dirección correcta. El desmedido empeño por ver el lado amable de la vida, por observar los detalles lujos, por vivir el minuto, por efímero, por fugaz, que este sea.

Durante aquel paseo, tranquilas ya, bajo la luz intensa pero aun fresca de una mañana en Córdoba, disfrutamos las dos. Hablamos de sus sueños, de sus miedos, de sus fugaces enamoramientos, hablamos -¡como no!- de los hombres y las mujeres. Cuando llegamos a la Mezquita nos envolvieron grupos de gitanas enlutadas, por parejas, por tríos, como hormigas abalanzándose alrededor de aquella criatura casi de nieve; fue una estampa increíble que duró apenas unos segundos, el tiempo justo para decir que no a tanto ofrecimiento de buenaventura, romero y lectura de palmas de las manos.

Luego, despacio, se nos fueron uniendo los demás, hasta completar un grupo de apenas media docena de personas que se disgregarían poco después, cada quien de vuelta a su olivo.

Recuerdo a Alma y recuerdo muy bien aquella brillante mañana de Córdoba. Fue como llevar al lado, paseando, un rubio rayo de sol.


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el sábado, 2 de Septiembre de 2006