sábado, 4 de octubre de 2008

La bruja del piano

Hay a quien le abandonan, a veces, las Musas. A mí, además de las hijas, quien cada vez me abandona con mayor frecuencia es la madre. Mnemosine se va de parranda con su señor marido y pasa olímpicamente. En fin, mejor será que no me disperse ahora que la he pillado a traición, mientras cruzaba por el cuarto, no vaya a ser que me vuelva a pasar año y medio sin verla.

Hace ya algunos años (mejor no hago números) un caballero se enamoró de mí. Ah, sí, sí. Alguna vez he despertado pasiones, pese a todo. No corrían, en aquella época, buenos tiempos para la lírica. Tenía yo una situación personal tirando a frágil, inestable y algo aperreadica, recién salida como estaba de un casorio herrado (con "h" de "hijademividanoeresmástontaporquenoentrenas"), viciado de origen por falta de sesera de los contrayentes. El maridaje en cuestión había tenido, como es normal, cosas buenas entre las cosas malas. Y en el activo que había quedado a mi cargo se contaba, deogracias, mi hijo.

Bien, el caso es que una tenía muchas responsabilidades, escasos recursos y poquísimo humor. Y, pese a todos los pesares, sí, un caballero se enamoró de mí. Cosas que pasan. Y llegó a declararse, con timidez, a la antigua usanza: me remitió una cajita de laca, forrada de terciopelo azul, con una dulce declaración de amor y una preciosa oferta de vida en común. No, no, no chasqueen la lengua; es la pura verdad, tal y como lo cuento.

Lamentablemente, por aquel entonces yo todavía mantenía los pies firmemente amarrados contra el suelo, porque después del último trastazo no me apetecía nada, pero nada de nada de nada, levitar ni medio centímetro. Así pues, mi respuesta fue... fue... a ver, no sé cómo decirlo con suavidad... digamos que fue muy cortés, pero algo brusca y ligeramente baja de temperatura.

Bueno, eso. Que le contesté que no. Que lo sentía muchísimo de la muerte, que yo también le tenía muchísisímo cariño pero que si quieres arroz, Catalino (no, no se llamaba Catalino), no estaba dispuesta en absoluto a fastidiarle sus próximos treinta o cuarenta años con la carga de todos mis problemas porque yo, señor mío, tengo muy mal genio y soy una bruja redomada aunque "todavía" (recalqué con saña lo de "todavía") no me haya salido la verruga en la nariz.

Que quieren que les diga. Hay hombres que no saben aceptar un no por respuesta. Incluso los hay que saben darle la vuelta a los noes como quien se la da a los calcetines. Ladino, él, me contestó que bueno, que vale, que encantadísimo de seguir siendo mi amigo del alma y nada más Tomás, pero que, aunque le constaba que tal vez estaba estirando el brazo más de lo que le podía cubrir la manga... no iba a dejar de rondar la reja.

La rondó durante meses. Los meses que consideró necesarios, llenos de mimos elegantes, de citas tranquilas, de espacio libre donde corría el aire sin levantar vendavales y de cercanías donde explicar las mil y una curiosidades con las que sabía cebar el anzuelo. Una es, a fin de cuentas, tan simple que no cuesta trabajo conocerle los mecanismos, los gustos, las fobias, las querencias, las manías... si a eso se le une una exquisita capacidad para medir los tiempos, las pausas y las aceleraciones, al cabo la cosa termina con la tonta en el bote.

Así llegó un día en el que, convencida de que él estaba convencido, convencida de que sabía la prenda que se llevaba, convencida de que no iba a haber sorpresas de última hora, servidora se decidió a dar el sí. Y ese día, sin petición de mano (porque ambos éramos ya talluditos) nos intercambiamos los regalos. El suyo, precioso, fue una pequeña tortuga esmaltada en cloisonné. Una diminuta preciosidad que, según afirmaba, parecía mi alter-ego. Yo, por mi parte, le regalé una bruja, también diminuta y tocada por un sombrero picudo casi más grande que ella, que murmuraba sus sortilegios, rodeada de libros, calabazas, manzanas rojas y escobas, encaramada sobre la tapa de un piano de cola que daba vueltas al ritmo de la melodía de "Love Story".

- Si te empeñas en vivir con una bruja, será mejor que vayas entrenando con ésta... recuerdo que le dije.

Y él se rió.

Desde aquel día ha llovido mucho. Lluvia y lágrimas, la verdad; aunque también hubo muchos momentos dulces, risueños, divertidos, pícaros, cómplices, aleccionadores, ilusionados, brillantes, esperanzadores...

Hace tiempo -casi cuatro años, como quien dice ayer- que él ya no está. Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando como rezaba aquel tango de Alfredo Le Pera que cantaba Gardel (que los poetas, a veces, aciertan hasta el hueso). Pero aquí, junto a mi cama, con otros recuerdos de aquel tiempo agridulce, me contemplan todas las noches una tortuga de cloisonné de colores y una bruja con una capa azul, encaramada a un piano que, a modo de nana, me acuna tarareando

Where do I begin
to tell the story of how greatful love can be
The sweet love story that is older than the sea
that sings the truth about the love he brings to me
Where do I start ...