domingo, 25 de abril de 2010

Una mesa de ping-pong rosa

Así, a ojo de buen cubero, debía correr el verano del 73. En cualquier caso fue un verano más allá de los once y más acá de los quince. Nuestro particular verano azul -mucho antes que a don Antonio se le ocurriese la brillante idea de llevar veranos azules a la pantalla-, todavía con un pie en la redondeada niñez y ya con otro en las cortantes aristas de la pubertad. Ese año, y a causa de un accidente sufrido a bordo que obligó a intervenirle una rodilla, mi padre pasó el verano con nosotros. Mi padrino, amigo suyo y ex-compañero de fatigas, puso a su disposición las llaves de un pequeño chalet junto a la playa de San Juan. Para mí, San Juan nunca llegó a tener rostro de pueblo, urbanización u hoteles, ni siquiera de tiendas. Tal vez los hubiera, pero mi memoria no registró nada más allá de las cuatro parcelas y el camino de tierra que, bordeado de tapias de cortijillos o chalets a un lado y de campos al otro, conducía hasta el mar. Hoy sería incapaz de regresar, tanto como lo soy de recordar la forma en que llegamos, imagino que nos trasladaría el padrino, en su coche, ya que mi padre no conducía y no recuerdo por las cercanías parada alguna de autobús.

En las parcelas -cuatro o cinco- que componían aquel espacio mágico, mi padrino y algunos de sus amigos había hecho causa común para levantar las casas, cada uno a su estilo pero contratando unidos aquello que no podían hacer arrimando el hombro a la obra. "Villa Toño", que así se llamaba la parcela esquinada que ocupaba la casa de planta baja, no tenía piscina y, en su lugar, disponía de un pequeño huerto (tomates, lechugas, pimientos, patatas...) y algunos frutales (nísperos, melocotones, limones y almendros). Pequeños setos floridos, generalmente de adelfas o margaritones, bordeaban el perímetro dando color a la valla de piedra clara. Las provisiones las acercaba cada mañana una añosa furgoneta que hacía una ruta con pan y básicos, o bien los visitantes: las familias al completo, con nietos o sobrinos, que se acercaba a pasar el fin de semana desde la cercana ciudad -aunque a mí me pareciese que estábamos en el fin del mundo, me consta que San Juan dista apenas una decena de kilómetros de Alicante- y se reunían con nosotros a pasar sus horas de asueto. Todavía a medio criar, la casa disponía de unas habitaciones amplísimas con apenas otro mobiliario que camas y colchones, suficientes para que toda la tribu durmiese en blando.

Alineábamos las camas bajo las ventanas que miraban al este e, indefectiblemente, el sol de amanecida nos hacía cosquillas en los párpados mientras un coro de gallos retándose nos servía de despertador. Mi padre se levantaba temprano para, cojeando, irse a regar el jardín y la huerta antes de que apretara el sol, dando tiempo a preparar desayunos y recoger sueños. Al cabo, con la casa ya puesta en marcha, también los niños rompíamos el día.

Zanquilargos y enjutos, morenos de uva al sol mediterráneo -incluso aquella gamba rojo vivo que era siempre mi primo, el mesetario- disfrutábamos de aquella burbuja mágica. Fue un verano de bañadores, chancletas y toalla al hombro para emprender, apenas terminado el desayuno y cuatro pequeñas obligaciones impuestas, el camino a la playa por aquella carreterilla fresca, minúscula, apenas más que "una veredita alegre con luz de luna o de sol" que cantaba la Dama Pradera; con sus tapias enjalbegadas, húmedas de rocío, que docenas y docenas de caracoles usaban de autopistas hacia el verdor apetitoso de las hojas que las tapizaban -hiedra, madreselvas y dondiego-, aquel mismo camino que, más tarde, bajo el hiriente sol de mediodía que nos acompañaba al regreso, nos parecía tres veces más largo, agotados como íbamos de mar, rebozados de salitre y arena para hallar que las tapias, antes en sombra fresca, habían sido colonizadas por las lagartijas y convertidas en solariums, mientras al otro margen las cigarras hervían en un desesperado e incesante cricri de cortejo.

Por las tardes, después de la comida, arranados a la fresca del porche, tramábamos todas las inventadas y las por inventar. Durante aquel verano los muchachos, aquel par tan dispar y, al tiempo, tan parejo, me enseñaron el arte de trepar a las ramas del almendro, y el de hacer diana en las latas de conserva (mi madre nos hurtaba del alcance los botellines de vidrio) con la escopeta, a perdigonadas; a volar las cometas y no hurgar a mano viva bajo las piedras -los pequeños alacranes salían a una velocidad pasmosa-; al cabo, ya de anochecida, triscábamos por las huertas y regatos junto al resto de la tropa, hijos de los vecinos, aquel clan indescriptible y variopinto del que nos sentíamos, por mayor edad, los amos. Luego, cómo no, llegaban los mayores más mayores y nos veíamos, de nuevo, relegados a simples mañacos bullangueros, contadores de chistes malos, como el inefable -y totalmente olvidado- de la "mesa de pingpong rosa" que Pedro -ay, Perico, Periquín- contaba hasta aburrir a las piedras, consiguiendo con su machaconería que nos pudiera la risa antes siquiera de comenzar el chiste, y que le corriésemos a chancletazo vivo para que no lo repitiese más.

Convertimos en fiesta la recogida de la almendra, con su aterciopelada cubierta verde, y el ensacado. Fue el verano de los sustos -antológico el de nuestro Pedrín, que casi le cuesta la vida y a nosotros un disgusto- de la aventura alegre y dolorosa de crecer, de las primeras decepciones, los primeros encuentros con una realidad que aún no nos pertenecía del todo pese a vivir en ella, la conciencia de lo prohibido y del precio de cruzar los límites; el verano de robar limones, de farolear como pavitos en las piscinas o hacer aguadillas en el mar; el verano de tumbarnos sobre la tierra trabajada y llena de vida, bajo las estrellas, a contarlas, con los insectos haciéndonos cosquillas y los grillos haciendo los coros de la canción de nuestras risas.

Fue una burbuja en el tiempo y el espacio, una isla inaudita, un lugar entre fronteras, desgajado del resto del mundo, donde éste no podía tocarnos.