miércoles, 17 de febrero de 2010

La Lechería Azul

Todas las tardes de verano y muchas mañanas, nuestro camino pasaba frente a la Lechería Azul, allá en la avenida Pérez Galdós. Recuerdo, como si fuera ayer, el aroma de la leche cruda; el mostrador de mármol con los huecos en que reposaban las cántaras de aluminio, cubiertas y enfriadas, con su contenido deleche merengada, granizado de café, leche con canela y limón, granizado de limón...

Y el obrador. Con sus largas e inmaculadas superficies de trabajo, donde se alineaban bandejas de pequeñas medias lunas, olorosas de masa y aceite, espolvoreadas de harina, justo antes de colocarlas en los soportes y llevarlas al horno. Un olor caliente y espeso. A gloria bendita.

Aquella lechería era parte de mi vida. El negocio era propiedad de mi padrino de bautizo, un amigo de mi padre, con el que había navegado durante muchos años. Era alicantino de pro -Poveda, que es de lo más alicantino en apellidos que conozco- y alicantina era también María, su mujer. Tenían cuatro hijos: Antonio, Paquito, Miguel y Pedro. Antonio, el mayor, me llevaba dieciseis años y Pedro, el más pequeño, era seis meses mayor que yo.

Cuando llegué al mundo mi padrino estaba en alta mar, y no podía hacerse cargo de su puesto. Delegó en su hijo mayor que fue, al final, quien me llevó a la pila de bautismo (la madrina era mi abuela, y no tenía el pulso para según que trotes). Con un gracejo peculiar, Antoñito dijo aquello, tan manido por otra parte, de: "Guardadme a esta niña, que cuando crezca me caso con ella". Pero como es lógico no esperó a que la niña creciera, porque a mitad de camino se le cruzó una alicantina guapa y sandunguera, y maridaron pronto.

Así que quienes anduvimos siempre a la greña, por las habitaciones de la lechería, que se usaban de almacén, o dándonos collejas por las calles de la ciudad, fuimos Perico y yo. Mi Pedrito, que a veces me volvía loca y otras me desesperaba, cegato como un topo, flaco y risueño. Yo hubiera querido ser chico, para poder andar por donde él andaba y que no me largasen con cajas destempladas por ser chica. Luego, llegó la adolescencia, se fueron espaciando los veranos y, un año con otro, la Lechería Azul, mi padrino y Pedro, quedaron atrás. Sé que, al final, el negocio se lo quedaron Paquito, el hermano mediano, y Rosa, su mujer. Tal vez todavía hoy amase, en el obrador de la trastienda, los dulces frescos, horneados del día.

A veces, el aroma de la masa sobre el mármol, o el de la leche con canela y limón, me arrastra de nuevo hacia la pequeña lechería, donde tantas y tantas horas de la niñez se quedaron dormidas en la masa del pan y los bollos deleche. La niñez, el territorio de los sueños.

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