sábado, 21 de abril de 2007

ADIOS, MUCHACHO...


Hace ya una semana que murió. Las mentes preclaras de siempre dicen que la suya era una muerte anunciada, y se quedan tan frescos. Como si no estuviera anunciada la muerte de todos. Pero si él levantase la cabeza les diría, con ese sarcasmo tan suyo, aquello de: "hay que ver las tonterías que dice la radio por la mañana..."

Se ha muerto un martes por la tarde. Y me ha quedado un cargo en la conciencia: el de haberle tenido olvidado los últimos cinco años. Eso, me repito cansina desde hace siete días, no se hace con los amigos.

Porque era amigo mío, contra todo pronóstico, viento y marea. Empezó hace trece años, cuando me contrataron para trabajar en la empresa donde él llevaba ya un tiempo dejándose las pestañas. Aterricé un dos de febrero, y el veintitrés me encontré con un fulano que invitaba a desayunar con una caja entera de churros y porras, recién traídos del obrador, para "celebrar". A mí lo de "celebrar" un 23-F me sonó a humor negro, y dado que el tipo tenía mala fama, se me disparó la ceja izquierda hasta niveles más allá de los habituales... y me encontré con una ceja tanto o más circunfleja que la mía. Hormas de zapatos. Supe que tenía que haber algo más cuando pesqué al vuelo una chispa en aquellos ojos oscuros: "¿Qué pasa, señorita Rottenmeier? ¿la nobleza no se codea con el proletariado?". Era pura provocación. Al "señor marqués" como le llamaba casi todo el mundo, del director general hasta el último aprendiz, le encantaba provocar.

- Signor C., los churros, y no le digo ya las porras, me provocan ardores y mis niveles de celulitis exigen excusas con fundamento. Así que, acláreme un punto ¿celebramos en su honor o en el del santo patrón de los churreros? Porque en el segundo caso rehusaré gustosamente en perjuicio de mis adiposidades.

- Celebramos mi cumpleaños, señorita Rottenmeier -aclaró con suavidad- si lo prefieres cambio porras por cañas. Y déjate de rollos que, entre las gafas, el traje y lo tiesa que vas, pareces una institutriz.

Cumplía treinta y dos, uno más de los que yo cumpliría -y que regaríamos de la misma forma- un par de meses después. A lo largo de los siguientes ocho años no nos saltamos ni uno. El último, que cerró un ciclo amable y dió paso al descalabro total, fue mi trigésimo noveno. Él acababa de cumplir los cuarenta.

Tratar con él era difícil. Protestaba por casi todo y no se mordía la lengua jamás. Detestaba a los fatuos, los pedantes, los aquejados de "titulitis", los necios... era un peculiar Cyrano, enfrentado a cien hombres sin piedad con la sola ayuda de su nariz. Casi todo el mundo encontraba algo que criticarle, pero pocos se paraban a observar sus virtudes. Generoso hasta la ruina, como pocos, no sólo en cuestiones económicas, sino también laborales, solidario. Si eras capaz de soportar sus gruñidos podías dar por hecha cualquier cosa que le pidieras, por fastidiosa que fuera. Y si te molestabas en hablar con la persona que existía bajo la coraza de cangrejo ermitaño, encontrabas un ser amable, que se desvivía por su familia -yo le conocí soltero y conviviendo con sus padres, aunque años después se casaría con aquella novia gordita, a quien quería sin locura y con firmeza porque, tal como explicaba, era "sencilla y sin doblez". Discutía conmigo de música y libros, cosa que yo consideraba un honor, porque ambas eran sus pasiones secretas. "Entre mi gente está mal visto" me decía, "allí toca hablar de fútbol, o del último culebrón". Zacato de pensamiento, palabra y obra, amén de funcional, le sacaban de quicio los sindicalistas de medio pelo cuyo único interés era blindar su puesto de trabajo y que se pringaban por cuatro prebendas bajo cuerda. Su visión del mundo era desesperanzada. Se había convencido de que la gente sólo buscaba medrar, como fuese y a costa de quien fuese, y acumulaba decepciones sobre el género humano como otros coleccionan cromos.

- Eres demasiado descuidada, señorita Rottenmeier -me dijo un día- te van a dar de hostias por todas partes.

- La coraza pesa mucho, signor C., y yo no tengo cuerpo para tanto -repliqué entonces.

- Si alguna vez necesitas ayuda, dímelo. Siempre habrá algo que yo pueda hacer para echarte una mano. Y por todos los demonios... ¡mira donde pisas!

Pero no fueron así las cosas. ´

Trabajaba en un despacho individual, permanentemente bajo una nube de humo, fumador empedernido como era de dos cajetillas de Winston o Marlboro al día. Hosco, huraño e irascible. Sin titulación y sin conseguir que la empresa le proporcionase unos mínimos cursillos de formación -que se nos daban a todos los demás- controlaba a fuerza de voluntad y casi a pedales los temas de logística y ordenadores de aquella santa casa. Para llevar a cabo su misma tarea utilizamos ahora dos departamentos completos, cada uno con su jefecillo respectivo, que suman un total de siete tiñalpas para lo que a él le bastaba con genio y figura. Pero, cuando llegó la OPA hostil, suya fue la primera cabeza en la lista para guillotinar. En el sálvese quien pueda que vino después cada uno se ocupó de su propio pellejo y los sindicatos hicieron su agosto con los de todos. Los que pudieron conseguir la indemnización por despido se aferraron a ella, y los que no tuvimos opción nos quedamos aparcados en la nueva empresa, poco menos que con el culo al aire: solos, fanés y descangayados...

Cada quien con sus propias guerras por librar, nos perdimos de vista en aquel naufragio. Yo nunca crucé Madrid para ir a verle a su casa, aquella que decía que era propiedad del banco con cargo a su bolsillo y compartía con su mujer y sus dos hijos. Él tampoco llamó, poco amigo de dar cuenta de la desgracia que se cebó en sus carnes durante los cinco años que vinieron después. El negocio que montó con el dinero de la indemnización se fue al garete, y la esquela blanquinegra de los paquetes de tabaco hizo diana: en febrero un cáncer de pulmón se invitó por todo el morro a zamparse los churros y el café de su cuadragésimo quinto cumpleaños y le dejó a cambio una cita en Samarkanda con una pava escuálida... ¡con lo que le gustaron siempre las gorditas!

Mientras él bailaba con la más fea, yo cenaba en su viejo Madrid, sin enterarme de nada. Cuando, la mañana del miércoles, me dieron la noticia y salimos para el Tanatorio Sur, seguía empecinada en no admitirlo. Pero al otro lado del cristal yacía un envase de cera, con aquél pelo negro, lustroso y repeinado que siempre le gustó llevar, y aquel afilado pico callado para siempre. Allí estaba su gordita, sencilla y sin doblez, pero rota por dentro y anestesiada por fuera. Allí estaba su familia, los que le hablaban y los que le habían tachado de la lista de personas gratas. Cuentan -me cuentan- que al ver aparecer a algunos miembros de su clan en la habitación del hospital le dijo al médico:

- Lo mío es de tanatorio, ¿verdad?... es que está viniendo a verme gente con la que no me hablo desde hace décadas.

Pero estuvieron todos. Menos él. Él ya no estaba. Y allí lo oí decir, a no sé quién ni rayos que me importa. "Estaba cantado que se iba a morir". Y pensé, para mis adentros: "Nos ha jodido mayo, signor C., las tonterías que dicen la radio y los joputas por la mañana... éste tiene que tener por lo menos un título de cantamañanas guardado en el fondo de su armario"

Signor C., mi querido Javier, querido hurón, ya sé que me he saltado durante cinco años nuestra doble cita para mojar las porras en café, pero no me anotes la falta y si, por una de esas casualidades, existiera ese lugar en el que ni tú ni yo creíamos, hazme un favor:

Guárdamelas calientes, y vete haciéndome sitio, que ya mismito vengo.




Por los buenos amigos, que sobreviven al mal tiempo y al olvido. Vaya un trago largo.


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el domingo, 23 de Julio de 2006

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