lunes, 23 de abril de 2007

EL PASTICHE AZUL

Recuerdo que, desde muy niña, me encantaba dibujar. Casi tanto como leer. Hasta tal punto que mi madre apenas gastaba dinero en muñecas. La mayor parte de mis regalos eran libros, cuadernos o lápices de colores, y con ellos estaba tranquila, callada y quieta.

Al llegar Septiembre, casi siempre hacía su aparición un plumier nuevo, con su cremallera y sus bandas de goma elástica sujetando los lápices, los bolígrafos, el cartabón, el transportador de ángulos, la goma de borrar y, algunas veces, hasta el compás. Para Reyes la cosa era, si cabe, más gloriosa. Como los lápices de Septiembre andaban en las últimas, Baltasar siempre llevaba entre sus sacos una caja de Caran d'Ache, y otra pequeñita de Alpino -con su peculiar olor-. Los segundos iban de cabeza al plumier. Los primeros formaban parte del tesoro, eran otra historia. A veces, el lote incluía un muestrario arcoiris de rotuladores Carioca, y desde luego, cuadernos de dibujo.

Hasta que un año mi padre se decidió a hacer el gran gasto: Se metió de cabeza en una tienda de artículos de bellas artes que hay en la calle Ferran, de Barcelona, y salió con un equipo completo de pintura al óleo. Caballete, caja de pinturas con paleta, serie de pinceles variados, de buen pelo de marta, espátulas, trementina, aceite de linaza, un par de lienzos grandes ya preparados y otro par pequeños, amén de un surtido de cuadernos de bocetos y muestras -en inglés- con desarrollo de técnicas, a ver si me daba por aprender, a base de copiar (que siempre fue su método preferido de aprendizaje). Creo que aquel año le dió el frenesí despilfarrador.

El caso es que, a su frenesí despilfarrador, siguió el mío embadurnador. Me apliqué cuidadosamente en dibujar a carboncillo, y luego untar las telas de colorines, siguiendo -o eso me parecía- las instrucciones de los cuadernos, con lo que me veía obligada, además, a practicar mi rudimentario conocimiento del inglés.

De todo aquel derroche de talento y pigmentos aceitosos, lo primero que surgió fue un pequeño cuadrito en la gama de los azules: una melancólica y fantasmagórica fuga del espíritu, bajo una luna llena, entre árboles de retorcidas ramas. Ni siquiera a mí, que acababa de parirlo, me gustaba. Sin embargo, llegó una de las hermanas de mi padre, cargada de fervor y, en un arrebato de nepotismo, me secuestró -o poco menos- la "obra de arte" y la colgó en su dormitorio.

Eso es amor, y no las milongas que nos venden por la radio.

Porque había que tenerle mucho cariño a una sobrina para poner aquello en la pared de un dormitorio. Lo llego a colgar yo, y tengo pesadillas como mínimo durante un mes.

Treinta años después, hace casi veinte que no embadurno lienzos, la caja de oleos vive todavía conmigo -los oleos son otros- y los pinceles también, el caballete, en cambio, pasó a otra vida, igual que buena parte de los cuadros que siguieron a aquel primero, incluída alguna marina tormentosa, y algún apaisado y apasionado crepúsculo. Sin embargo el dichoso pastiche azul ha seguido decorando la pared de aquella habitación. Se han mudado de casa, y se han llevado el cuadro con ellos, para volver a colgarlo otra vez.

Le he insistido varias veces a mi tía para que tire eso al primer contenedor de basura que se cruce, pero no hay modo. Ya no sé si es que me quieren a rabiar, o simplemente que tienen un gusto horterilla rayano en lo kitsch. Ojalá que, a cambio de su perseverancia, algún día cualquier estúpido snob les pagase una morterada por semejante bodrio, del mismo que la pagan por "la mierda del artista", de algún afamado artista. Por la jeta. Claro que... no sé yo si iban a encontrar un estúpido snob tan estúpido. Pobres míos.


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el martes, 30 de Enero de 2007.

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