sábado, 21 de abril de 2007

MANOS DE OTOÑO



Me apasiona el otoño pero, en cuanto Octubre media, todos los nubarrones aparecen en mi cielo despejado. El gris ya no se aparta completamente de mi vera hasta que la Navidad, sus fiestas familiares, sus reuniones y sus brindis se apagan, ya en Enero, en plena cuesta abajo del bolsillo.

Lo cual equivale a admitir que mi estación preferida del año se ha visto reconvertida en mi viacrucis particular, que sobrellevo, como cada quien hace con los suyos, a base de recitarme mantras y darles manotazos a las telarañas, contándome cuentos chinos.

No pierdo la esperanza de que, con el tiempo, llegue un olvido tierno como una manta de viaje, que acaricie y que tape los desconchones que le salieron a mi otoño. Con el tiempo, tal vez, el otoño recupere la magia que antes tuvo. Pero, entre esperanzas y desesperanzas, siempre en otoño recuerdo aquellas manos:

Era en otoño, cuando los días se acortan y las sombras se estiran, cuando asomaban las mangas de los jerseys, y empezaban a desenrollarse las bufandas de colores, cuando paseabas sobre un crocante de hojas pardas, que crepitaban bajo los pies en una agonía rojiza, a veces húmeda de lluvia. Septiembre era el mes de mi compañero, Octubre el de mi padre y el de mi tío, Noviembre el de la abuela Alicia. Decir otoño es traerlos a los cuatro a la memoria: pausados, acomodados en sus respectivos sillones, siempre con una historia por contar, por compartir, sus manos ante mis ojos gesticulan, sostienen libros, colocan viejos vinilos negros sobre un pick-up más viejo, aun, si cabe. Manos. Tan parecidas y tan distintas...

No recuerdo las manos de mi abuela trasteando en la cocina. Nunca tuvo fama de buena cocinera, sino más bien de todo lo contrario... esa es una de las cosas que debo haber heredado de ella, la capacidad de conseguir que un arroz abanda sepa igual que una fideuá, y que resulte igual de incomible que el más insulso engrudo de salvado. Sin embargo, aquellas manos nunca estaban quietas: la abuela iba enganchada, a todas horas, a su crochet. Del bolsillo de su delantal surgía la hebra de hilo delgado para, enredada en sus meñiques, circular bajo sus palmas y trazar caminos inescrutables prendida en el abrazo del ganchillo. Nunca miraba. Eran las yemas de sus dedos regordetes las que, como pequeños duendes, iban buscando el lugar preciso en que hundir la cabeza y atar el lazo. Y así, tardes y tardes, mañanas y mañanas, salían de aquellas manos finísimos y delicados cuadros que, a su vez, formaban parte de un todo: vestidos y abrigos, braguitas, calcetinillos minúsculos -¿cuántos habré llevado tejidos por esos dedos?- la cenefa de un mantel, el embozo de unas sábanas, colchas... ajuares imposibles para sus hijas -dos se le quedaron solteras-, para sus nietas. Y su voz, tejiendo el anteayer con el ayer, y cadeneta para salvar el vacío y engancharlo al ¿hoy?. Se fue. He olvidado ya la voz de mi abuela.

Las manos de mi padre. Las mismas manos. Manos sosteniendo libros, periódicos. Manos tallando delicadamente la madera, armando buques embotellados, hilvanando velámenes e izándolos sobre jarcias minúsculas. Manos reparadoras, curando tuberías, apañando desperfectos, meticulosas y pacientes manos de relojero frustrado. Manos caricia. Recias en su ternura, tiernas en su dureza. Manos oxímoron. Y su voz, su voz contando cuentos y preguntando, y aconsejando. Se fue. He olvidado ya la voz de mi padre.

Las manos de mi tío. Blancas manos idénticas a otras manos. Manos de escribiente, ambivalentes, inteligentes manos con los dedos teñidos de añil, manos cuidando plumas-fuente, trabando crucigramas, acariciando los cristales de las gafas, hasta dejarlos impolutos en sus austeros marcos, negros o de concha. Manos en los bordes de los vinilos, casi sacramentales ¡cuidado, cuidado...! manos limpias, guiando sobre las viejas enciclopedias, deshojando fotografías sepia. Y su voz, su voz explicando la Ruta de la Seda, repasando las lecciones, dando significado y sentido a los números, a las letras, su voz algo desencantada. Se fue. He olvidado la voz de mi tío.

Y las manos de EL. Las suyas, manos pequeñas de dedos afilados. Manos organizadas, cuidadosas, pulcras. Huesudas manos tibias, abrazadas a mis manos, manos con ilusiones rotas de pianista, cultivadas manos sabias, acariciadoras, despiertas, lúcidas manos abriendo puertas y ventanas. Esas, que un día la enfermedad convirtió en garras, en baquetas cansadas de repiquetear pidiendo auxilio: he perdido las fuerzas para leer, para escuchar, para vivir. Y su voz. Su voz triste, tengo que irme y no quiero. Se fue. No, no, aun no olvido su voz. Intento desesperadamente guardarla presa dentro de mis oídos.

Miro mis manos. Son las manos de mi gente, las mismas manos... o cada vez lo son más. Manos de otoño, romas, de dedos cortos, de uñas anchas con surcos y relieves verticales, que se van aplanando con el tiempo, a medida que pasan los años, hasta que un día, cuando mi propio invierno haya llegado, se vuelvan cóncavas donde fueron convexas. Cada vez son más las manos de mi padre, de mi abuela, las que veo ante mí. Menudas, ágiles manos que cabalgan las teclas al trote largo, manos que escriben, manos que se afanan, manos que intentan soltar amarras, olvidarse de sí mismas, manos de otoño cálido tratando de encontrar abrigo ante el invierno.

Y mi voz. Cada día más oscura, hija de aquellas voces que se fueron hundiendo en el olvido. Todas aquellas voces que ya no hablan, y ni siquiera crujen, rotas y húmedas, como las hojas muertas de Noviembre.





El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el viernes, 10 de Noviembre de 2006

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