domingo, 15 de abril de 2007

SAM

El año que se jugó el Mundial de Fútbol en España fue un hito en la vida de mucha gente. En la mía también. Aquel año nació mi hijo (el primero y el único), murió mi padre (también el primero y el único, claro), estrené piso (el tercero de la fila, de la que ya voy perdiendo la cuenta), y llegó a casa Sam.

Sam era lo que los ingleses llaman, con muy buen gusto, un puddle (o sea, un magnífico perro de aguas, con rizos a mansalva) y aquí llaman un caniche (o sea, una especie de criatura histérica, a quien se viste con ridículos complementos y se le hacen barbaridades en la peluquería). Si alguno de los lectores se está imaginando un caniche, ese NO era mi Sam, desde luego. Su propietaria, una viuda que vivía sola, se vió obligada a deshacerse de él para irse a vivir con su hijo, así que le ofrecimos una familia sustituta.

En cierto modo, fue una faena. Ir a parar de la tranquilidad de la casa de una viuda al manicomio que era la mía en aquella época debió significar un trauma importante para mi peludo amigo. Pero decidió, con un estoicismo que era su particular seña de identidad, que aquello era mejor que nada, y me adoptó.

Así, como Pixie siempre fue el perro de mi padre, Sam tenía clarísimo que yo era suya (jamás se reconoció como un perro). De algún modo, intuía que yo era quien más le necesitaba, y no se equivocaba. Era digno, tranquilo, silencioso y fiel. Una cascada de rizos negros, en los que no se distinguía la cabeza de la cola, porque yo había jurado que ningún peluquero canino se le acercaría con unas tijeras en la mano. Era nuestro pacto: Ninguno de nosotros estaba dispuesto a pasar por el ridículo de los pompones en las patas y el rabo y el flequillo cardado.




Le consentía a mi hijo tirarle, pellizcarle los hocicos, montar sobre él como si fuese un pony. Me avisaba cuando el niño estaba haciendo alguna travesura peligrosa (para el niño, claro). Cuando llegaba a casa, cansada de trabajar, me recibía con entusiasmo. Siempre pegado a mis pasos, tenía un fuerte instinto protector. Y en más de una ocasión, cambió su cómoda cesta por un incómodo lugar encima del cobertor de mi cama, de donde no le arrancaban ni los gritos, ni los empujones porque, cuando le daba la gana, era sordo, ciego y mudo.

Algunos años después me decidí a abandonar la imitación de hogar que tenía. Así que preparé concienzudamente el equipaje y los papeles de mi hijo... y también los de Sam. La familia es lo primero. Poco antes de irme, una mañana temprano, mi madre decidió llevárselo con ella a comprar el pan. Él la esperó, paciente, sentado en la acera. Un silbido llamó su atención y cuando, curioso, atravesó la calle ... un camión de reparto le embistió, aplastándole las costillas y dejándolo tendido sobre los adoquines. Murió sin enterarse. Mi madre regresó a casa, hecha un temblor, para pedirme que fuera a buscarlo.

Le recogí en una manta. Abracé aquel cuerpo, todavía cálido pero laxo. Contemplé una vez más aquellos ojos dulces, que tan llenos habían estado de inteligencia y de amor. A mi alrededor se empezaron a apiñar los curiosos. Me alcanzó algún comentario acerca del escándalo de tratar a los perros como si fueran personas.

Y así, aquella mañana de junio, yo me volví a quedar otra vez sola.


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el sábado 22 de Julio de 2006.

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