sábado, 21 de abril de 2007

MESTIZOS

La menor de mis tías maternas -Juana- nació en 1942, veintidós años después que mi madre. Por aquella época la abuela -Juana, también- había descartado la idea de quedarse embarazada, aunque solo tenía cuarenta y dos años, esa edad en la que hoy muchas mujeres, se apresuran a tener su primer-último hijo. Edad, raspando el límite, en que mi madre me parió a mí.

La abuela no estaba demasiado por la labor. En realidad, lo de criar hijos nunca había sido algo a lo que fuera aficionada. Los engendraba (eso debía tener un puntito divertido, supongo), soportaba la preñez y luego, una vez concluido el trámite, los dejaba un poco a la buena de dios, al cuidado de las hijas mayores -por favor, no me pregunten quien crió a las hijas mayores, que la cosa tuvo su enjundia-. El caso es que la abuela, cuando vió engrosar su abdomen, fue a que el médico la visitara. Su médico, en el depauperado Cádiz de la posguerra y para alguien de clase baja-tirando-a-hambrienta, era un octogenario que apenas distinguía lo que tenía delante de los ojos, probablemente más p'allá que p'acá. Y el diagnóstico del buen y ancianísimo galeno fue, ni más ni menos, que Juana tenía un quiste en el bajo vientre.

La abuela se espantó. Las hijas se preocuparon. El "quiste" crecía, cada día más, hasta extremos aberrantes y exagerados. Un día, los dolores provocados por el "quiste" llegaron a convertirse en algo insoportable... y ese día quiso la buena suerte que apareciese en el horizonte Paca, la comadrona que había ayudado a la abuela en todos sus partos anteriores.

- ¿Un quiste? -bramó, horrorizada- ¡Un quiste! ¡Trae acá p'acá... que te voy a quitar el quiste!

Y, ni corta ni perezosa, se metió en faena.

El quiste llegó a este mundo llorando, con unos pulmones de aquí te espero. Por no molestarse demasiado en buscar, le pusieron el mismo nombre que llevaban la abuela, el abuelo, y su hermano mayor. Pues eso: Juana.

Y quedó, como no, encomendada a la guarda y custodia de sus hermanas mayores, que la criaron como si de una hija y no una hermana se tratase. A fin de cuentas, las separaban entre 24 y 18 años.

Creció la niña en tiempos de escasez, de un moreno cetrino, oscuro, con unos ojos enormes y agitanados, delgada y bullanguera, respondona, incapaz de callarse a tiempo. Sus relaciones con la abuela nunca fueron cómodas, pero no por ser la última, sino sencillamente porque relaciones cómodas con la abuela eran algo poco menos que imposible.

Cierta mañana el diablillo se andaba escaqueando del enjuague matutino, jofaina y lebrillo. La abuela se empecinó en que tenía churretes y frotó, frotó y frotó con la toalla húmeda. Tanto frotó, que durante semana y media la chiquilla lució en los pómulos dos enormes rodetes desollados que, exactos a los que lucía en las rodillas, se iban oscureciendo a medida que la piel cicatrizaba y se formaba una costra ligera. Solo a la abuela se le podía ocurrir confundir la tez oscura de su hija con churretes. Ella aprendió a salir corriendo antes de que su madre la atrapara para lavarla. Con el tiempo aprendería muchas más cosas. Por supuesto yo no lo viví, son esas historias que recorren las veladas familiares, susurradas en los labios, entre risas... hoy que ya no duelen.

Pieles cetrinas, oscuras, morunas. Cabellos rizados, crespos en algún caso, negros como alas de grajo. Labios llenos, carnosos, prominentes, y unas encantadoras narices que apuntan más hacia Judea que hacia Níger. Semíticos, más que agarenos. No conocemos exactamente cuando, pero sabemos bien que nuestra gente cruzó en algún momento de su historia desde la otra orilla y se afincó en la bahía. Nos mezclamos, los rasgos se adelgazan con pieles más claras, con cabellos más lisos, con rasgos más nórdicos, pero todo en nosotros apunta directamente al corazón del Sur.

Mestizos.


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el sábado, 2 de Septiembre de 2006

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