sábado, 21 de abril de 2007

MAÑANAS DE VERANO



A primera hora de la mañana los vencejos y las golondrinas alborotaban la plaza recoleta, tranquila, de Navarro Rodrigo, mientras el sol se levantaba y rozaba con los dedos los balcones de la casa más alta, en la esquina de poniente. Era una casa de cuatro pisos, con zaguán umbrío y una gran escalera de mármol, que giraba en una espiral amplia, abierta, dando paso a los portones de los dos pisos que tenía por rellano.

Al cruzar el umbral del primero derecha, un pasillo largo, sumido en la sombra, daba acceso al gran comedor familiar, de techos altísimos, donde la chiquillería se arremolinaba alrededor de la gran mesa para desayunar sus tazones de Cola-Cao y galletas migadas. Ya saben (¿saben?): Yo soy aquel negrito del África Tropical, que cultivando cantaba la canción del ColaCao... puedo recordar el mantel de hule a cuadritos azules y su olor característico, y ver las manos de mi tía, o de mi madre, fregando con una bayeta las manchas y los pegotes de galletas húmedas que saltaban del tazón a la mesa, en el batiburrillo apresurado de aquellas cuatro (algunas veces cinco) cabezas ansiosas por terminar y atrapar los pertrechos playeros, la botella de Casera, los bocatas y armados de chanclas, cubos, flotadores, aletas y gafas de bucear salir zumbando hacia el Postiguet, como un destacamento de minúsculos soldadillos, prestos a su batalla particular y encabezados por el sargento de guardia que, inevitablemente, por ser la única persona disponible para la tarea, acostumbraba a ser mi madre, armada de paciencia y poco más.

Emprendíamos el paseo bien temprano, alborotando la calle todo el trayecto y brincando sobre cada hoyo del camino, cada árbol -aquellos gigantescos ficus- que encontrábamos a nuestro paso, en interminables guerrillas por ver quien más corría o más alto trepaba. A mitad de camino, Pedro, el hijo más pequeño de mi padrino, se unía al destacamento, con sus sempiternas gafas de culo de botella, de las que no podía desprenderse ni para el baño, so pena de extravío (suyo, no de las gafas) y sus chanclas de madera, clop-clop, clop-clop... ¡ay! ¡Perico por dios... que no miras donde pisas!.

Contaba entonces la playa del Postiguet con tres naos construidas sobre pilares que albergaban los vestuarios, duchas y aseos, y bajo cuya sombra se almacenaban, rodeadas por cadenas, hileras de silletas plegables, que se alquilaban con o sin sombrilla.

Indefectiblemente nos dirigíamos siempre al segundo, donde mi madre alquilaba una sombrilla y dos sillas que, entre todos, acomodábamos junto a la orilla, sacudiéndonos con fuerza las chanclas fuera de los pies y casi arrancándonos la ropa de los cuerpecillos enjutos y morenos. Teníamos prisa por lanzarnos al agua y pocas ganas de entretenernos en demasiados montajes.

Y allá quedaba madre, con la bolsa de los bocadillos y la botella, con la bolsa de la ropa y rodeada de un arcoiris de toallas, erguida en su silleta de madera, bajo la sombrilla, mientras la media docena ansiosa tropezábamos con nuestros propios pies y saltábamos como ranas, de cabeza contra las olas que rompían, generalmente con poco bullicio, sobre la orilla.

De cuando en cuando acudíamos, a los gritos de mi madre, para dar un mordisco al pan, o un trago a la gaseosa, o para ser empastados de nivea, a la que rápidamente se adherían los granos de arena. En su constante labor de vigilancia mi madre contaba pies, pues era lo único que asomaba de nosotros sobre la superficie y, extrañamente, los reconocía sin ningún género de dudas.

A la una, derrengados de bregar sobre, bajo, contra el agua, aceptábamos que era hora de batirse en retirada y nos dirigíamos, tras una ducha ligera y arrastrando los pies, de vuelta a casa. A esa hora las chicharras habían sustituido a los vencejos, y escandalizaban por doquier con su risras ininterrumpido. En la plaza, recoleta, los columpios al sol ardían, literalmente.

La fila de chiquillos se desparramaba dentro del zaguán en sombras, trepaba medio a rastras la escalera de mármol, olisqueando el barniz del pasamanos y arañándolo durante la escalada. Del portón entornado un aroma a tomates, pescado frito y melón tiraba de nuestras narices hacia el interior de la casa, en una fresca penumbra.


La tarde se abría paso, y anunciaba la siesta.


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el jueves, 27 de Julio de 2006

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