sábado, 21 de abril de 2007

GISELLE EN GRIS



Llegó el sábado por la noche. El viento había ido arreciando durante todo el día y soplaba con fuerza del sudoeste zarandeando los árboles. Fue poner un pie en la calle, compuesta como corresponde para ir al teatro, cuando me di cuenta de que las cosas iban a complicarse un poco...

Lloviznaba ligeramente pero yo no había cogido el paraguas. Abrirlo hubiera sido una tarea dificultosa e inutil. Insistí en mis llamadas a la colapsada línea de taxis, al paso que caminaba -mejor dicho, volaba- en dirección a la parada del autobús, intentando que las peinetas que llevaba sujetando mis rizos no salieran disparadas. Me estaba temiendo acabar hecha un auténtico adefesio, empapada como una fregona y con el maquillaje que me había costado tres cuartos de hora aplicarme con todo cuidado, deslizándose en churretes mugrosos por mi rostro y mi escote.

Sin embargo tuve suerte. En pocos minutos apareció un taxi, como si de la mismísima carroza de la Cenicienta se hubiera tratado, y me trasladó hasta el Auditorio.

Debo señalar que los perpetradores del Auditorio merecerían varios capones. El primero de ellos por no tener en cuenta las condiciones meteorológicas de la ciudad. Entre la fachada del edificio y la mar solo existe la carretera y la playa. Esto, que a primera vista puede parecer precioso, tiene el grave inconveniente de dejar expuestos los accesos a las inclemencias meteorológicas. Y en Almería llover, lo que se dice llover, no llueve mucho. Pero los ventarrones son el pan nuestro de cada día. Este, por añadidura, que empujaba desde el Sur, doblaba las palmeras y arrastraba la arena de la playa y el agua salada como un azote. Cruzar la decena de metros escasa que separaba la calzada del acceso estuvo a punto de costarme un disgusto porque lo cierto es que mi acompañante carecía de la solidez suficiente como para anclarnos a los dos contra el suelo. Lo cierto es que avanzaba pisando el aire, alzada en vilo por aquel tifón y con los faldones del abrigo haciéndome de capucha. Afortunadamente el vestido, ajustado y sobrio, se mantuvo en su lugar sin obligarme a manotear para sujetar la falda.

La platea estaba casi vacía -tardaría en llenarse casi la media hora que llevaba de margen- así que me acomodé en la butaca con tranquilidad y una ligera desazón acerca de la posibilidad de que, la inmediatamente anterior, se viera ocupada por algun individuo de talla normal. Porque ese es otro de los fallos del Auditorio. Sobrándoles, como les sobraba, espacio más que suficiente, han pegado tanto las filas de butacas entre sí, y han querido aprovechar tanto la altura, que no dejan margen suficiente para unas piernas de longitud normal -mis rodillas quedaban a escasos diez centímetros del respaldo de la butaca delantera- y tampoco para que una cabeza que no esté incómodamente recostada no represente un obstáculo para la visibilidad.

No hay foso para la orquesta. Lo que significaba "música enlatada", por supuesto. Pecado común hoy en día en buena cantidad de salas... salvo que uno pueda asistir a una función en el Real, el Liceo... en fin, ya saben, un TEATRO. De hecho, ambos recordamos haber padecido la misma desgracia cuando asistimos a la representación de Giselle en el Teatro de Madrid, algo más amplio pero exactamente igual de malparido. Con perdón.

María Gimenez es una mujer joven. Pero no una joven bailarina. Tiene ya treinta y cinco años, que en su profesión son bastantes. Tiene en su haber numerosos premios y un lucido curriculum profesional. Es, ciertamente, una buena bailarina. En 2003 creó su propia escuela "ARTE 369", y el año pasado la Compañía de Ballet Clásico ARTE 369. Se estrenan con esta Giselle.

Y se les nota.

Yo estaba empeñada en mantener la magia, en reproducir una velada íntima, como aquella a las que estaba acostumbrada. Pero... ¿como escapar a la tentación de la crítica, si precisamente ÉL me había enseñado a abrir los ojos y observar? Le sentía a mi lado, en aquel inusitado asiento vacío y sabía que, a la salida, él me hubiera preguntado mi opinión. Si los bailarines habían conseguido transportarme a los bosques del Rhin, si me había abstraído en la historia, si había sentido el dolor -absurdo dolor- de aquella Giselle engañada por su propia ingenuidad, muerta de locura de amor. Romanticismo puro.

Y lo cierto es que no lo consiguieron. Tan solo en la segunda parte, por un instante, viendo literalmente "flotar" en el aire a las Willis, bajo la tenebrosa luz azul nocturna, envueltas en sus blancas ropas de fantasmas vengativos, olvidé que estaba en el teatro. Pero fue breve, demasiado breve.

Y me sorprendió, porque es la primera vez que me ocurre, mi falta de entusiasmo en aplaudir. No me dolieron las palmas de las manos, no "picaban", ni siquiera entraron en calor. Era el difuso aplauso británico, más gesto que sonido, mientras caía el telón.

Abandoné con calma el Auditorio y salí a la noche. No llovía ya y el viento había amainado lo suficiente como para permitir caminar. Despacio y en silencio me interné por la avenida del Cabo, con el sonido de mis tacones repicando sobre la gris pastilla de las aceras, gris como mi vestido, gris como la gris Giselle que acababa de ver, gris, como el tibio y querido espectro que acompañaba mis pasos envuelto en su abrigo de lana gris.

Charlamos. A él tampoco le había convencido mucho. Decidimos que, la próxima vez, tendremos que ir a ver una comedia.



El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el jueves, 10 de Agosto de 2006

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