sábado, 21 de abril de 2007

LA LETRA, CON SANGRE ENTRA (II)

Después de Nuestra Señora del Rosario, academia particular regentada por dos burgobeatas en un primer piso del Paseo Nacional, mi madre me trasladó a otra academia, también particular, al otro lado del barrio, ésta regentada por un matrimonio de mediana edad - Matilde, ella, a cargo de los pequeños; Luis, él, a cargo de los mayores- también en un primer piso, también con portería y... también con algunas manías, aunque menos. El símbolo más evidente de un cierto cambio de tendencia comenzaba por el nombre, que abandonaba los altares y las advocaciones marianas para irse a refugiar en los campos de la literatura: Liceo Cervantes.

De momento, allí no se rezaba por las mañanas, lo que ya suponía a mis cegatos ojos de niña un avance, pues servidora, a nivel doméstico, nunca pasó mucho más allá de un padrenuestro perdido o un jesusitodemivida como runrún nocturno para conciliar el sueño. A mi madre, la verdad, los breviarios le traían malos recuerdos y los esquivaba como a la peste. Las charlas con Dios, de tú a tú y sin intermediarios ni recetas precocinadas...

De aquel lugar recuerdos los largos pupitres de madera, con sus bancos compartidos y sus huecos para los tinteros de cerámica. Sí, también allí se habían utilizado plumines, pero habían pasado a la historia reciente, siendo reemplazados por los modernísimos bolígrafos o, en cualquier caso, por los sempiternos lápices. Sobre el encerado verde había grandes mapas, generalmente enrollados sobre varillas de madera, que se desplegaban en la clase de Historia o Geografía. Mapamundis de colorines, con sinuosos ríos azules, pardos montes y verdosas selvas. Mapas políticos y mapas físicos. Sobre aquellos lienzos, a golpecillos del largo puntero de madera, recorríamos el mundo recitando los nombres para intentar grabarlos en la memoria, tarea difícil y abstrusa que cada quien solventaba según sus propias capacidades y recursos. Para mí, el método infalible era mezclar en fantasías locas cuentos y leyendas en las rutas que el bastón señalaba... así, Katiuska cantaba a los remeros del larguísimo Volga, y el Danubio era azul a su paso por Viena, donde hermosísimas damas vestidas de muñecas bailaban el Vals del Emperador. Había que poner color y calor a la aridez de las listas interminables.

En aquella academia encontré mi primera amiga de infancia. También, allí, descubrí que los enchufes y el dinero -por poco que sean- cunden no pocas veces más que el esfuerzo personal. Fue una pequeña tragedia, un disgusto que a los adultos no les pareció interesante. Para mí, significó una enorme decepción.

La culpa fue de Barba Azul.

Desde muy niña la lectura había sido mi pasión, leía todo cuanto mis manos alcanzaban y, por supuesto, leía muchísimos cuentos. Cierto día, para festejar no sé bien que acontecimiento, en la escuela se organizó una pequeña obrita de teatro. Eligieron algo muy sencillo; un pequeño Barba Azul. A la hora de seleccionar los actores y actrices entre los alumnos (la escuela era ya mixta) yo sentí que tenía todas las posibilidades del mundo. No es que me supiera UN papel, es que me los sabía TODOS. El cuento completo, vaya.

No imaginaba, ni poco, ni mucho, ni nada, que aquella circunstancia, acompañada de otra algo menos afortunada, iba a significar el desastre.

Dado que leía bien y recitaba mejor, el papel de la joven esposa de Barba Azul vino a mi regazo con toda la facilidad que cabía esperar. Yo saltaba, literalmente, de gozo (casi cualquier niña ansiaba ser "princesa" por un rato). Andábamos todos atareados, preparando los disfraces a base de coser faldas y accesorios con papel pinocho (aquel papel fruncido, que casi parecía tela) y cartulinas. Ibamos creando, con ayuda de la maestra, faldas, corpiños, picudos sombreros, jubones y calzas, hasta el enorme llavero de Barba Azul fue modelado a base de barro y papel estaño. Un auténtico jolgorio.

Entonces llegó Pili, mi compañera de pupitre, una morenita picarona, de ojos curiosamente azules y mejillas pobladas de pecas. La mamá de Pili era pescadera en el mercado de San José de la Boquería pero, aparte de eso, era una espléndida costurera. Y dinero no les faltaba ni pizca. Y hete aquí que, la mamá de Pili, decidió gastar algo de dinero, aunque fuera para una sola ocasión, en comprar telas y accesorios y coser para su pequeña -que tenía el papel de una de las muchachitas previamente encerradas por Barba Azul- un hermoso vestido en tela, con puños y cuello de pelusa imitando visoncillo, y un picudo gorro forrado de raso de nylon, brillante, y con un espléndido velito de tul.

Pilar no era solo una chiquilla muchísimo más guapa -nada que hacer, con mis rizos indomables, siempre como una cresta, y mi carita feúcha- sino que además iba vestida como una auténtica princesa de cuento de hadas.

Como era de esperar, tan magnífico traje no podía quedarse para vestir a un personaje secundario, era evidente. Como era de esperar, también, la mamá de Pilarín no estaba por la labor de coser y esforzarse para alguien que no fuera su niña. Y así fue como, por un extraño accidente del destino y aprovechando el hecho fortuito de que la actriz principal se sabía todos los papeles -sobre todo y ante todo un papelito que apenas tenía dos o tres párrafos- el puesto de primera actriz voló de mi regazo para ir a aposentarse en el halda tranquila de Pili... y yo pasé a engrosar el número de esposas encerradas en el castillo.

Aquella nimiedad tuvo importantes efectos en mi concepción del mundo durante los años posteriores: "Tanto tienes, tanto vales" pasó a ser una de las cosas que me quedaron perfectamente claras. No estaba en condiciones de demostrar nada porque la oportunidad tenía la mala costumbre de ir a buscar un puesto donde tuviera que esforzarse poco.

A cambio, en casa, yo seguí siendo la heroína de todas las historias, todos los bailes y todas las aventuras que, sin cuartel, los libros me regalaban.

Pero también, a partir de aquel día, las agujas y los dedales y quienes con ellas se entendían, pasaron a formar parte de mi bestiario particular.


Pequeñeces aparte, en el Liceo Cervantes tuvo lugar mi primera gran batalla ortográfica, que perdí porque, como Felipe II, yo no mandaba mis barcos a luchar contra los elementos...

Esta vez la culpa la tuvo el alcohol. ALCOHOL. Así, con H ligeramente aspirada, intercalada, como casi nadie lo pronuncia. Leer tiene también esas cosas: uno conoce palabras y palabras y más palabras. Los dictados eran mi fuerte. Pocas palabras podían incluirse en un dictado para el nivel escolar que me correspondía que yo, pese a una edad no muy larga, desconociera. El maestro se hubiera visto obligado a buscar textos bastante más áridos, con lo que mis compañeros hubieran sufrido lo indecible.

Aquella mañana, sin embargo, tropezamos con el alcoHol. Cuando me devolvió la libreta, corregida, una insolente marca roja profanaba la página. ALCOL. Leía yo, y no daba crédito a mi corta vista. ALCOL. SIN HACHE. Protesté -había que copiar la palabra mal escrita, en su forma correcta, para aprenderla-. No estaba dispuesta a escribir cien veces una palabra con semejante errata ortográfica. A Don Luis no le hizo ninguna gracia que me pusiera -y supongo que lo hice- chuleta. Su regla de madera y la palma de mi mano se dieron los buenos días repetidamente. Por fin, sorbiendo y con la sangre picoteándome bajo la piel, obedecí.

Cien veces obedecí.

Cien veces escribí, incorrectamente y a sabiendas, ALCOL.

Cien veces blasfemé bajito y mecachís en los dengues que te coman.

Cien veces.

Vale.

Y luego llegué a casa. Y en casa estaba mi papá, que había regresado de viaje y, como otras veces, se interesaba por las cosas de su niña.

Mi papá, que vió cien veces escrito en MI libreta ALCOL, sin HACHE.

Aquella tarde, mi papá y Don Luis hablaron con la serenidad que hablan los hombres de las cosas sencillas. Disculpas, sin embargo, no recibí. Ni por la falsa enmienda, ni por los palmetazos. Pero nunca, nunca jamás, me volvieron a zurrar por defender lo que creía. Por lo visto, papá se las ingenió para convencer a Don Luis de que, a veces, los adultos también se equivocan, y no es cosa sana empecinarse en que los niños no saben lo que dicen y mucho menos golpearles por defenderlo en lugar de razonar con ellos.

Fueron, pese a todo, tiempos dulces; tiempos de cerezas; de cajas de orugas-mariposa; de meriendas de pan con chocolate. La escuela, sus libros, sus lecciones, eran la puerta abierta hacia otro mundo. Allí, con luces y sombras, siempre fui una niña feliz.


sieteaños


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el lunes, 4 de Septiembre de 2006

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