sábado, 21 de abril de 2007

... LEVANDO ANCLAS (Continuación)



19/7/04 No hay atascos en la N-II. No hay una multitud empujándose en la línea 6 del metro. No hay apenas viajeros esperando en la taquilla de la compañía de autobuses, en la Estación Sur. No hay aglomeraciones en la M30, ni caravana en la C-501... roza la perfección a tal punto que, para hacerlo imperfecto, hay un gilipollas dando la vara sentado unas butacas más atrás.

... and I say to myself... what a wonderful world... (que cantaba Louis Armstrong).

Son las dos y media cuando el autobús se detiene frente al bar del pueblo. Quiero a decir frente a uno de ellos, -aquí salimos, aproximadamente, a bar por legión-; el comercio no se nos da muy allá, pero el bebercio queda asegurado. El sol cae a plomo y el cielo está cubierto por un velo polvoriento, que transforma en grisáceas las laderas verdes. Se masca la tormenta y en la calle no se ve un alma. Solo faltan los hierbajos rodantes para ser la viva estampa de un set de rodaje en pleno desierto de Almería. Casi puedo oír la música de Morricone y las espuelas de Eastwood, clink-clank-clunk...

Recorro despacio los pocos metros hasta mi casa y echo mano al bolso. La primera en la frente: me he dejado las llaves. Y no es tan molesto haberlas olvidado, (ya me conozco, y tengo repartidos un par de juegos de seguridad) como tener que aguantar la filípica cuando mi santo abra la puerta. Es algo que no entenderé en la vida. ¿Qué más da que me deje las llaves, si él está en casa y además tengo a quién recurrir en caso de emergencia? ¿Es que el resto del mundo –él, sin ir más lejos- nunca olvida nada? Tengo tanto derecho a olvidarme las llaves como él a olvidar bajar la tapa del inodoro. ¿No?. Pues no. Olvidar es otro verbo superirregular: Yo he sufrido un lapsus, tú eres un desastre, él es olvidadizo... cosas de la vida. Tomo aire y pulso el timbre. Cinco minutos después, vuelvo a inspirar y a pulsar el timbre. A ver si va a dejarme castigada aquí abajo... ¿será capaz?. Miro arriba; la ventana abierta, las cortinas echadas... silencio en la noche ya todo está en calma... en calma chicha, joer, que ya llevo diez minutos. ¿A que tengo que llamar a la vecina?. Entonces, cuando ya mi índice diestro se sitúa en posición acusatoria, oigo el chasquido del portero automático. ¡Albricias! ¡Ya! ¡Estoy a un paso de alcanzar el K2!. Subo las escaleras al trotecillo corto, agarro el picaporte, abro y... ¡oh, sorpresa!... ¡no hay nadie!

- Amore... ¿estás? – nadie en el recibidor.

- Mmmmm...

- ¿Estás? – nadie en el dormitorio.

- Mmmmmmmm....

- ... Vale. Estás, pero... ¿dónde? –nadie en el gabinete.

- Mmmmmmmmmmm....

- Bueno. Al menos digo yo que estarás bien... ¿eh? – nadie en la cocina.

- MMMMMMMMMMMMM....

Al final, decido seguir el hilo de Ariadna que va trazando circunvoluciones en dirección a... ¡mierda! ¡ya he vuelto a hacerlo! ¡dos meteduras de pata seguidas en diez minutos! Estoy batiendo mi propio récord.

¿No les he dicho nunca que otra de mis cualidades más destacadas es el don de la oportunidad?. No ¿eh?. Ya. Bueno. Mi santo podría hablarles largo y tendido acerca de esa peculiaridad mía. Bueno, podría si tuviera tiempo, resuello y ganas suficientes para una conversación tan larga. A mí ya no me lo dice a la cara, se limita a llevarse, ostentosamente, el móvil al cuarto de baño. Eso sí, me llama “su momento all-bran”. Vaya usté a saber porqué...

Finalmente aparece. La irritación le sienta bien, qué diablos; le da un aire saludable, así, sonrosadito, tirando a bermellón.

- ¿Otra vez te has vuelto a dejar las llaves?

- Yo también te quiero.

- Eres un desastre...

- Uy, por dios, ¿tanto? En mi modestia... en fin, se hace lo que se puede pero... tanto halago inmerecido... al final me lo acabaré creyendo

- ‘tas loca...

- Sin cura, amore. Un caso clínico.

- No sé como lo aguanto...

- Porque eres un santo varón, mi vida.

Bueno, en realidad lo aguanta porque sólo nos vemos dos días en semana. Admito que soportarme más tiempo resulta una tarea ciclópea. Pero en su honor debo decir que lo lleva con una paciencia digna de encomio. A su lado, Job era un cagaprisas.

- ¿Has comido?

- Te estaba esperando

- Pobrecito. ¿Qué te apetece?

- Cualquier cosa, a poder ser comestible.

Todos los hombres son iguales –unos más iguales que otros-. ¿Han visto? Justo ahora que llevaba intención de preparar mi más exquisita especialidad de comida basura, el señor quiere algo comestible. Soy una incomprendida, desde luego.

- Veamos... ¿qué tienes en la nevera?

- Frío

- Menos mal. ¿Y en el congelador?

- Más de lo mismo.

- ¡Genial! ¡La cosa funciona!. ¿Aparte de frío, hay algo más sólido?

- Hielo, queridísima... en diversos envoltorios.

- Nos vamos a poner las botas, amore...

Efectivamente, en la nevera hay frío, cosa muy de apreciar con la que está cayendo. Me dan tentaciones de dejar la puerta abierta, a ver si la temperatura ambiente se hace más respirable. Pero además hay otras cositas. Por ejemplo: dos yogures, un kiwi, media manzana, una tarrina de margarina en las últimas, un plato con cuatro albóndigas, un frasco con algunas aceitunas flotando, otro con pimientos asados, una cebolla seca, un pimiento verde, algo de queso de untar, un teta-brick de leche, otro de zumo, una lata de tomate frito y otra de coca-cola light –vacía, por cierto-. Suficiente para organizar algo de comer, con un poco de suerte... y algo de pasta o arroz, claro.

- Ea, siéntate por ahí, que en un pis-pas apañamos un banquete.

¿Les describo su mirada?. Mejor no, que ustedes son muy espabilaos. Meneando la cabeza se marcha al gabinete y conecta el televisor, mientras yo me meto en la cocina. La diosa fortuna me mira con buenos ojos. Hay medio paquete de “farfalle” y una lata de atún. Estamos salvados. Hoy no moriremos de inanición, ni muchísimo menos.
Veinte minutos después, la ensalada está lista: Farfalle con atún, pimientos, aceitunas, trocitos de manzana y picadillo de albóndigas, convenientemente aliñada con aceite y una pizquita de limón. De postre, tartitas de queso y kiwi con salsa de yogur. Bocatta di cardinale, créanme. Vamos, ni en La Tour d’Argent se come así.

Al corazón de los hombres se llega a través del estómago. Eso decía mi abuela, y debe ser verdad, porque después de comer la cosa mejora sustancialmente. Mejora tanto que, antes de que termine el noticiero, va dejando caer poquito a poco su cabeza sobre mi hombro, hasta quedarse finalmente dormido, como un bendito. Da gusto verle descansar, y hasta un poquito de envidia. Así que, con mucho cuidado, sustituyo mi hombro por un par de almohadones, conecto el aparato de aire acondicionado –previo secuestro del mando a distancia de su bolsillo- y, cerrando la puerta del gabinete a mis espaldas, me marcho a liquidar lo poco que se ensució en la comida y luego me tiendo cuan larga soy en la cama. El sol se filtra a través de estor amarillo limón; un gorrión picotea restos de galleta en el alféizar. Todo está silencioso y tranquilo. Creo que es un momento sublime para dedicarlo a la práctica del muy noble arte de la siesta, en el que soy una neófita. La música del compact acaba de obrar el milagro, entre arrullo y arrullo, la voz de Enya me arrastra por la corriente del Orinoco y atravesando océanos, me lleva a playas remotas...

Sail away, sail away, sail away...

...



El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el lunes, 24 de Julio de 2006

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