sábado, 21 de abril de 2007

LA MUERTE DEL CISNE



Recuerdo la historia con muchos borrones y huecos. Tal como me veo en el espejo de la memoria, debía ser una niña muy pequeña. Debo decir, también, que se trata de algo que no pudo suceder demasiadas veces, a lo sumo, cuatro o cinco, a lo largo de otros tantos septiembres. Sin embargo la sensación que perdura en mi memoria es la de algo que se hubiera repetido con machaconería.

Creo haber repetido que siempre fui una críaja bastante repipio, que leía más que jugaba (o jugaba leyendo) y que cuando visitaba a mi tío, en Madrid, me quedaba tan enganchada a su vera como a la de mi padre, generalmente escuchando historias, vivencias o... música clásica.

Me gustaba el ballet. Stravinsky y Tchaikovsky, sobre todo, que tenían unos nombres exóticos y una música que se te colaba por las rendijas del alma. Así que no era extraño verme dar saltitos arriba y abajo de la casa, en un infantil esfuerzo por emular a la Pavlova.

La desgracia era que mis tías eran -lo siguen siendo, vaya- unas románticas incurables y desde luego con un importante ramalazo cursi. O lo mismo no, lo mismo es que me tomaban el pelo descaradamente y yo, que era una cría, me tragaba el cebo, el anzuelo, el sedal y hasta la caña de pescar. Fuera como fuese, no había verano en que Madame La Media Almendra (uséase, yo) no hiciera su versión particular de La Muerte del Cisne, que era un número ideal para mí, que solo contaba conmigo misma y mis circunstancias y que solo necesitaba la música para poner los pies en movimiento.

Y había que ver cuanta emoción, cuantas ganas, cuantísimo teatro le ponía al principio a la representación. Pero como todo, aun lo que nos gusta, cansa si se abusa de ello, resultó que un día la mayor de mis tías insistía, con ese runrún pesaíto que se nos pone tantas veces a los adultos, en que bailara otro poquito: Pleitagueinsam... que dirían los cinéfilos. Y a mí que no me apetecía ponerme a dar brinquitos en puntillas, mucho menos doblarme, redoblarme, y aletear con los dedos como la que está tocando un teclado invisible que le queda a la altura del cogote. Y yo, que no. Y mi tía, que sí. Y yo, que quita. Y mi tía, que pon. Y mi tía, que qué te cuesta. Y yo, que no tengo ganas. Al final, exasperada, obedecí y le di gusto, pero de tan mal humor y tan a desgana que, cuando la pieza terminó y resoplé por fin con la nariz pegada a la rodilla derecha, los escuálidos bracillos tendidos hacia delante hasta agarrar el tobillo y una pierna replegada bajo el culo, mi tío, que estaba acomodado en el sillón leyendo el periódico, le dijo a mi tía con una media sonrisa colgándole de la comisura de la boca:

- Amelia, creo que el patito feo por fin se ha convertido en gallina para la cazuela. Te acabas de quedar sin cisne.


Ese fue el punto final de mi incipiente carrera como bailarina de ballet clásico. Se truncó un prometedor futuro porque, está visto, no se puede sacar un cisne, aunque sea moribundo, de una perdiz.





El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el sábado, 19 de Agosto de 2006

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