sábado, 21 de abril de 2007

LA LETRA, CON SANGRE ENTRA

CON SANGRE ENTRA... (I)

El colegio se llamaba, si mi memoria no hace de las suyas, Nuestra Señora del Rosario. Era una de aquellas academias de la época, situada en un piso que en tiempos debió ser vivienda acomodada y cuyas propietarias, dos hermanas solteras que recordaban una dura versión de las Hermanas Gilda de los tebeos, habían habilitado para dar clases.

En el barrio, un barrio pobre, de pescadores, como era por aquel entonces la Barceloneta, no abundaban aquellas viviendas. Nuestros pisos tenían apenas treinta metros cuadrados mal contados y en ellos se apiñaban familias a veces numerosas. Por el contrario, aquella casa tenía una entrada con zaguán, y portería. El piso, en sí, se abría a dos calles, con fachada principal al que entonces era Paseo Nacional, y hoy se llama Avenida de Juan de Borbón. La clase de las más pequeñas daba atrás, a la calle del Mar, luego se abría un largo y oscuro pasillo, flanqueado de puertas que en su día debieron ser dormitorios o cocina, y las mayores estudiaban en lo que debió ser el salón principal, con un mirador asomado sobre el paseo.

Fue mi primera escuela y no puedo decir que guarde de ella buen recuerdo. Las hermanas eran feas y secas, con esa acritud especial que tienen las mujeres que se ven convertidas en algo que no han deseado. Recuerdo aquellos rostros, marcados con arrugas de irritación, y no de risa. Ásperas, beatas y retrógradas, eran la viva representación de aquellos ejemplares carpetovetónicos que creaba la Sección Femenina.

Las normas respecto a vestimenta y aseo eran no tanto rígidas (que lo eran) sino rayanas en la estupidez. Solo asistíamos a clase niñas, y teníamos prohibido (o se les prohibía a nuestras madres, que eran las que se ocupaban del asunto) vestirnos con pantalones, llevar un largo de falda inapropiado o peinarnos con colonia. Recuerdo vagamente haber visto a alguna de mis compañeritas ser enviada de regreso a casa por cualquiera de estos motivos. Eso a mediados (largos) de los sesenta.

A la entrada, en el largo pasillo, siempre nos esperaba una de las dos hermanas. Generalmente la más joven, aunque las dos pasaban de sobra, o cuando menos lo aparentaban, el medio siglo. Rebasada la primera inspección y si todo estaba en orden, nos distribuían en la clase correspondiente, donde más de un curso compartía aula. Recuerdo días de colecta de Domund "para los negritos", y horas perdidas en el mirador, pintando ceniceros de vidrio a los que enganchábamos calcomanías para regalárselos a nuestros papás el día de San José, y más horas y horas perdidas cosiendo faldas con hilo de verdad sobre papel de periódico, que se necesita ser cafre para obligar a alguien que NO sabe coser a hacerlo sobre un material que se rompe al tirar del hilo. En fin... las horas se escapaban aprendiendo poco menos que nada.

Mientras, las mañanas se iniciaban, indefectiblemente, con todas en pie, cantando El Virolai y rezando.

En el tiempo que estuve con las pequeñas no tuve problemas. Era una niña obediente y además iba bastante avanzada porque llevaba mucho trabajo adelantado de casa. Mi madre se había tomado su trabajo para enseñarme las letras, rudimentos de lectura y hasta a leer las horas en el reloj. Pero la ventaja no me iba a durar siempre. Como estaba adelantada para las pequeñas, pronto me pasaron a la otra clase... y ahí llevaba todas las de perder.

Entonces no me lo llegué a plantear, pero muchos años después, cuando fui adulta y recordé aquella época, me pregunté cómo mi madre, con su caracter y sus opiniones, me había matriculado en aquella escuela. Los dos años escasos que pasé allí fueron un auténtico martirio y al mirar atrás me sorprende la fortaleza que pueden llegar a tener los niños para soportar el trato que algunos adultos les brindan.

No tenía más de seis años cuando me pasaron con las mayores. Desconozco los planes educativos que utilizaban, pero sé que las mayores no rellenaban los cuadernos de caligrafía a lápiz, sino con tinta y plumín de acero. Para una niña de seis años manejar un plumín de acero aplicando correctamente la presión para que no se abra en dos y lo emborrone todo es, ciertamente, muy dificultoso. Si a eso le sumamos que tenía un marcado defecto visual, me encontraba generalmente con los hocicos pegados a la libreta. Eso me valió más de una regañina y, cierto día, una de las doñas se cabreó por repetírmelo y me dió tal colleja que me estampó la nariz en la planilla, salpicando el cuaderno de gotitas de sangre mezcladas con la tinta.

Pronto empecé a perder el ritmo de la clase. De cabeza de ratón a cola de león, hay un paso pequeñito. Pero eso no me molestaba. Lo que me hería profundamente era quedar en ridículo, y aquellas dos brujas eran especialistas en dejarte en evidencia.

Una mañana, mientras nos preguntaban la lección, tuve ganas de orinar. Pero nadie podía moverse del círculo sin permiso (nos preguntaban poniéndonos en pie, en un pequeño corro, y hacían las preguntas correspondientes al grado que le tocaba a cada cría, con lo que se mezclaban distintos niveles). La cuestión fue que yo pedí permiso, y me lo negaron. La maldita rueda de preguntas no avanzaba nunca. Los nervios, la intranquilidad... los seis años, en suma, se cobraron su precio: me oriné encima.

Nunca jamás se me olvidarán las risas. Ni el agobio con el que, empapada, crucé el aula para ir a buscar al patio la fregona con la que me obligaron a limpiar el charco, ni la horrible mañana que pasé, oliendo a rayos, sentada en un rincón al fondo de la clase. Hay cosas que nos impactan y nunca olvidamos.

Me sentía infeliz y minúscula, pero no me atrevía a quejarme. Sin embargo, las cosas iban degenerando porque tenía otro problema en casa: mi madre no tenía ni idea de lo que estaba soportando, y era poco dada a obedecer absurdos.

Cierto día nos enseñaron a tejer redes -de pesca- vaya usted a saber con qué curioso fin. Para ello tuvimos que comprar una aguja especial (una especie de lanzadera ahusada, de madera, con una pua central) cosa que no representaba un problema importante, pues en el barrio había tiendas que abastecían de ellas a los pescadores. Mi madre arrugó el entrecejó pero la compró, y también el hilo.

Lo malo fue que la siguiente semana pidieron que llevásemos anzuelos. Y ahí pinchamos en hueso. Mi madre no estaba dispuesta a poner anzuelos en manos de una niña pequeña. Pero en lugar de ser ella quien se plantara a explicárselo a las maestras, me dejó a mí con el mochuelo.

Tierra trágame es poco para lo que deseé aquel día. El terror era superior a mis fuerzas, de por sí bien cortas. Me cayó un castigo por no llevar las cosas. Ajo y agua, también.

La cosa hubiera durado sabe dios hasta cuando de no ser porque, un mal día, a la mayor de las Gilda se le escapó la mano de manera un tanto brutal y, como me soltó el sopapo sin molestarse siquiera en quitarme las gafas, me dejó la varilla perfectamente dibujada en la cara.

Y fue un golpe soberbio. Cómo sería de soberbio que me duró hasta por la noche. Mi madre lo descubrió cuando, al ir a bañarme, me quitó las gafas y preguntó. Mentir no sabía, así que expliqué lo sucedido, temblando de pensar que mi madre se enfadase, o que fuera a pedir cuentas a la maestra, y luego las cosas se complicasen todavía más.

Mamá, por el contrario, pidió pocas explicaciones. Se limitó a presentarse conmigo, como todas las mañanas, al día siguiente. Se limitó a encerrarse conmigo y con la directora -que había sido la del bofetón- en el despacho de esta última y, después de ponerla como hoja de perejil, darme de baja en la escuela, con el curso sin terminar.

A partir de aquel momento, mi vida de pequeña estudiante mejoró notablemente, aunque anécdotas hubo durante muchos años, algunas crueles, otras injustas y otras muchas divertidas.

Aquel bofetón a destiempo me salvó de seguir bajo la tutela de aquellas dos maestras sin don, plaga residual de tiempos en los que la educación entraba, como la letra, a golpes.


cuatroaños


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el sábado, 2 de Septiembre de 2006

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