lunes, 23 de abril de 2007

AQUELLA VIEJA TELE

Corría el mes de Septiembre de 1964 cuando, una tarde, vinieron a traer el regalo de Reyes de aquel año: mi padre se había liao la manta a la cabeza y había comprado -a plazos- un televisor.

Era un INTER. Blanco y negro, por supuesto. El INTER no, las emisiones. Una caja grandona, con tres botones -brillo, contraste y sonido- redondos, y un par de cuernos que se le colocaban en la cresta para aumentar la señal que bajaba, desde una antena que los operarios habían puesto en el terrado de la casa, y entraba reptando por un cable desde el balcón.

Para lo que se estilaba por el barrio en mi casa éramos muy raritos, así que no pusimos el televisor en el comedor, donde toda la familia se reunía a la hora de zampar, sino en la salita. Porque nosotros, como éramos raritos, teníamos una salita con dos sillones de skay y un mueble estantería para libros justo allí, donde todo el mundo tenía un dormitorio con literas para los dos, o tres, o hasta cuatro vándalos de progenie. Tampoco es que la casa diera para mucho más, la verdad; nos habíamos adelantado en ocho lustros a las soluciones habitacionales de doña María Antonia Trujillo, ínclita ministra de la cosa esa de las cajasdezapatos apiladicas, y medía 25 metros cuadrados mal contaos.

Pero en aquel saloncito, donde mi cama-plegatín quedaba pegadita a la pared, mis padres colocaron a San Televisor. Recuerdo que me sentaba con las piernas cruzadas a lo indio, bajo la mesa del comedor, y podía ver las imágenes del aparato anclado en la salita porque, decían, había que tener una distancia de seguridad entre la pantalla y uno, así que mamá no me dejaba acercarme demasiado.

Allí, en el refugio que representaban las cuatro patas y el sobre de la mesa, me quedaba atónita por las tardes, después de merendar -y si me había portado bien, claro- contemplando la programación infantil. Que la ve un niño de hoy y s'escojona vivo de lo cándidos que éramos... a veces.

Me gustaba el Cesta y Puntos, y a papá le gustaba que lo viera. Claro que mi colegio nunca se metía en esos berenjenales, y supongo que si se hubieran metido tampoco habría caído la potra de que me seleccionaran a mí, pero me hacía ilusión pensar que yo también me sabía las respuestas a algunas preguntas. Las facilitas, claro. La lista de los reyes godos, y cosas de esas, porque en cuanto cogían el hilo con las matemáticas ya me daba el dolor de barriga.

El colmo del desenfreno era cuando me dejaban ver Los Invasores, con el dedo aquel tieso y tal. Creo que lo hacían para que cogiese miedo y dejase de dar la murga con querer ver programas con rombitos. Porque mis padres vigilaban lo de los rombos, por seleccionar lo que podía ver y lo que no. Aunque la verdad, eran de un permisivo que... Estudios Uno y todo, me llegaban a dejar ver, sin el menor empacho.

Raritos, claro. ¿No lo había dicho ya?

La cosa se extendía por un par de horas, como mucho, y luego todo se apagaba, cenábamos, me cepillaba los dientes, me abrían el plegatín y, una vez ensobrada, me daban un beso de buenas noches y a buscar otro día.

Igualico que ahora, vaya. Ya no me gusta ver la televisión, que da un bodrio tras otro, salvo para ver cine. Y ese prefiero elegirlo yo, a mi gusto, a base de DVDs. Sin embargo, para ser gente a quien no le gusta la tele, en mi casa hay ahora mismo cuatro aparatos: uno -grande- en el salón, otro -con dvd incorporado- en el cuarto de mi hijo, otro en el dormitorio de mi madre y el último en mi propio dormitorio, una pantalla plana de 14 o 15 pulgadas, no sé bien.

Y cada vez que las miro me siento una despilfarradora, aunque permanezcan apagadas. Tal vez se trata, simplemente, de que somos poco conscientes de ciertos detalles de opulencia propia, porque nos pasamos la vida analizando las cifras de la opulencia ajena.

En fin... ya va siendo hora de que los peques nos vayamos a la cama...¡hale!


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el jueves, 1 de Febrero de 2007.

No hay comentarios: