sábado, 21 de abril de 2007

PEQUEÑO MUNDO

20/7/04 Martes.

No necesito reloj para saber que son las cinco, me lo dice el murmullo en el obrador, cuando los panaderos empiezan su jornada. Todavía es de noche; se pueden ver las estrellas. Cierro el cuaderno, me desperezo, me asomo a la terraza. Una brisa suave hace ondear la ropa tendida. Me apetece sentarme aquí con un café, en este silencio acogedor. Pensar en todo, sin pensar en nada. Sentir. Así que, con cuidado para no hacer ruido, entro en la cocina y preparo café. Un ligero vistazo al dormitorio confirma que todo está en orden. Mi mundo ha quedado reducido a la inmensidad de este espacio. Se circunscribe a esta casa, la calle, las laderas verdes, ese trozo de cielo azabache. Sin darme cuenta pasan los minutos; en la lejanía canta un gallo. Son algo más de las seis. Buena hora para ponerse en marcha. Tras una ducha rápida, me enfundo de nuevo en los pantalones cortos y la camiseta, agarro –esta vez sí- las llaves, y salgo hacia el monte.

Ya. Lo sé. Piensan que estoy loca. No van muy desencaminados, aunque lo cierto es que a esta hora da gusto. Aún no asoma el sol; las farolas siguen encendidas y este pequeño mundo aparenta estar desierto. Casi “lo han puesto para mí”, qué cantaba Serrat.

Cruzo la carretera y me interno por la senda asfaltada, monte arriba. El silencio no es tal sino el engaño de unos oídos acostumbrados al exceso de decibelios en la ciudad, que han perdido la habilidad de escuchar. En realidad me rodea una orquesta: bajo mis pasos cruje la grava suelta del camino, pequeñas criaturas se deslizan entre los matorrales y oigo correr el agua por la acequia que bordea la calzada, el viento en la enramada, el gorgoteo de una fuente, el piar desaforado de los pájaros que despiertan. Aumento ligeramente el ritmo de la zancada, hasta alcanzar un trotecillo corto. Necesito algo de ejercicio físico para compensar muchas horas frente a una pantalla y un teléfono. Poco a poco, concentrada en respirar lo mejor que pueda y abstraída con el golpeteo de mis pies en el suelo, pierdo consciencia del mundo. Unos kilómetros más arriba, al doblar un recodo, distingo los primeros rayos de sol abriéndose paso sobre la cima. Dado que no pretendo ir más allá de un esfuerzo satisfactorio, aflojo el ritmo, porque noto que me falta fuelle y voy sudando a mares. Así que continúo al paso unos cientos de metros más, para ir a dar con la entrada semioculta entre el ramaje que, abruptamente, baja bordeando un canal de piedra.




En realidad, son los restos de un viejo molino. Centurias atrás el agua del río bajaba por el canal y embalsaba en la poza. Allí lavaban y bataneaban los trapos que después triturarían para fabricar pasta de papel. En tiempos fue una próspera industria, pero hoy sólo quedan piedras derruidas, cuya única utilidad -por el momento- es mantener al viejo barón ocupado en rescatarlos del olvido y documentar su historia en un libro.

Llevaba casi un año sin pisar este lugar. Sigue siendo un hermoso y plácido rincón, incrustado en la arboleda. Como no hay nadie –y es muy improbable que eso cambie en algunas horas-, decido aprovechar para bañarme. La impresión de la zambullida me quita el aliento, pero es sólo un instante, enseguida me siento como un pez en el agua. Braceo despacio, disfrutando de la pequeña corriente fría que cruza el estanque. El agua es buena compañera de juegos. Un pequeño “zapatero”, encaramado sobre sus delgadísimas y largas patas, camina sobre la superficie, a corta distancia de mi cara. Supongo que el movimiento brusco lo asusta, porque da un brinco y desaparece.

Cuando decido salir, descubro un espía encaramado en una rama. Enfundado en su severo traje negro, deja escapar un grito áspero. La gente le considera un tipo más bien desagradable, pero a mí no me parece que merezca su mala fama. Es más, él y yo hemos llegado a llevarnos razonablemente bien, respetando cada cual la naturaleza del otro. Tras observarme durante un rato, el señor cuervo abre su afilado pico y grazna de nuevo. Sé lo que quiere pero hoy no puedo ofrecérselo, porque no contaba con encontrarle, así que no hay galleta. Visto lo cual levanta el vuelo y se aleja contra el azul despejado, en busca de algo con lo que llenar su panza y, muy posiblemente, la de sus vástagos.

Aún sin haberme secado del todo me visto y emprendo el regreso. Me siento fresquita, limpia, renovada. Sendero arriba viene un pastor, con algunas ovejas y dos perros. Me saluda, cordial, con un movimiento de cabeza y un buenos días risueño. Aquí, por lo menos los más viejos, mantienen la costumbre de dar los buenos días al paisanaje por desconocido que sea. Los perros –dos mastines- corretean a mi alrededor, sin apartar demasiado la atención del ganado.

No se preocupe, no la van a hacer nada... –me tranquiliza el hombre.

Desde luego no hay nada por lo que preocuparse. Sólo curiosean. Los dos tienen muy claro que no represento peligro para “sus” ovejas. Investigan, olfateándome las manos con suavidad, y después se alejan tras el exiguo rebaño, a seguir con su tarea.

Con un movimiento de cabeza el pastor se despide también y reemprende la marcha. También yo, aunque en la dirección opuesta. Deben ser cerca de las nueve y el camino ya no está tan vacío. Hoy es martes, día de mercado, y a esta hora ya están instalando los puestos, así que las mujeres bajan con sus carritos hacia el pueblo. También yo tengo que hacer algo de compra, pero me lo pienso tomar con calma. Con algo de imaginación, el mercadillo de una villa castellana puede convertirse en una excursión al zoco. ¿Qué? ¿No me creen?... ya verán, ya... dejen que yo les cuente...







El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el lunes, 24 de Julio de 2006

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