sábado, 21 de abril de 2007

LOS LADRONES QUE CRUCIFICARON AL SEÑOR




Cuando mi padre estaba en casa los días tenían una calidad especial. Era poco tiempo y él acostumbraba a dedicarlo, como es lógico, a descansar. Le gustaba estar en su sillón, con su pipa y su libro (o su diario), escuchando la radio o viendo algún programa de televisión, o enredado en el estrecho alféizar de la ventana armando una maqueta de barco de la que se entretenía en tallar todas y cada una de las minúsculas piezas o, incluso, simultaneando todas esas cosas.

Como pasaba tanto tiempo fuera no era muy amigo de andar por ahí, de excursiones arriba o abajo; quería disfrutar de su casa. Sin embargo era muy andarín (todos lo éramos), y mi madre quería también hacer algo diferente, así que algunos ratos nos íbamos los tres a pasear, que salía barato. Eran paseos largos, sobre todo para unas piernas cortas como eran por aquel entonces -en la época de este recuerdo yo debía tener como seis años- las mías. Empezábamos en casa, allá en la esquina más alejada de la Barceloneta, y chino-chano, nos llegábamos hasta la calle Balmes que, para mí, era casi el otro lado del mundo. Una buena tirada a pie, desde luego, para luego regresar a casa de la misma manera.

En aquellos paseos fue donde aprendí a fijarme en las cosas que me rodeaban, a mirar edificios y admirar formas, capiteles, decoración de mil diversos tipos. Barcelona desde luego no está escasa de detalles que aprender, aprehender y disfrutar.

Y así fue como, una tarde, al regresar del paseo caminando por Via Laietana, alcanzamos el cruce con la calle Platería, donde se levantaba un edificio singular, sobre cuya puerta había dos figuras yuxtapuestas, desnudas ambas (una masculina y otra femenina), que se daban la espalda formando un triángulo sobre la jamba. Con seis años yo no tenía muchos conocimientos de nada, desde luego no de arte escultórico de clase alguna, y mi cabecita hizo sus propios apaños filosóficos -no pierdan de vista que estamos allá por 1967, que si se salen de la época la cosa pierde mucho su aquel-. El asunto es que me quedé contemplando a la pareja de piedra y, curiosa, le pregunté a mi padre:

- Papá... ¿esos son los ladrones que crucificaron al Señor?

Y mi padre, con su fina ironía y un si es no es de recochineo me contestó guasón:

- No, conguito. Esos son los ladrones que nos crucifican a nosotros.

El edificio era, en aquellos tiempos (no sé si todavía), sede de la Delegación de Hacienda.



Ay, papá, papá... que cosas...





El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el lunes, 7 de Agosto de 2006

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