sábado, 21 de abril de 2007

DE PUNTILLAS



Entre muchos otros recuerdos de mi niñez está el de haber sido una niña de puntillas. La abuela –mi abuela paterna- tejía en crochet calcetines, braguitas, vestidos... y dado que yo era, por aquel entonces, su única nieta (los mayores eran tres varones) resultaba favorecida con la mayor parte de sus obras de arte. Un primor. Todavía recuerdo una fotografía, blanco y negro, en la que apenas tenía cuatro años, sobre el poyete de las escaleras de los Jardines de Sabatini, tendida en una pose a lo “Paulina Bonaparte” sólo que vestida con un trajecito blanco y un sombrerito a juego, de paja de río. Lo dicho, un primor.

Pero no era sólo eso, se trataba más bien de que también llevaba puntillas en el carácter. Era melosa hasta aburrir, besucona, pegajosa, repipio y rematadamente cursi. Creo que de eso no puedo hacer responsable a mi madre, que siempre ha sido bastante seca, y poco dada a los excesos emotivos. Digamos que la veta almibarada venía de mi familia paterna, y nos aproximaremos mucho a la verdad.

Sin embargo, el primer amago de que, bajo toda aquella costra de azúcar había una niña mucho más natural y menos encorsetada lo tuve a los seis años, cuando mis tías, a su regreso a Madrid de no sé que viaje, hicieron escala en Barcelona y pararon en mi casa. Recuerdo que llevaban un regalo para el más pequeño de mis primos. Un tocado de plumas para el “indio” de la casa, que estrené yo. Conservo fotografías. Aparezco con un jersey sin cursiladas, tocada con aquella corona de plumas blancas y sentada sobre una banqueta de lona con mis escuálidas piernecillas en cruz. Aquel día fue especial, remarcable, las muñecas se quedaron arrinconadas y yo me sentí como “el último mohicano”, más libre, más rebelde, más dentro de los cuentos de aventuras y fuera de los cuentos de hadas. Cuando mis tías se marcharon llevándose aquel objeto mágico, me quedé con una pluma blanca: había otro mundo, sin puñetas que estorbasen los movimientos.

Ternera Sentada - 1964

Crecí. Abandoné las puntillas de la ropa, pero seguía amando, jugando, caminando de puntillas entre los sentimientos y la vida de mi gente, para no molestar. De vez en cuando, inopinadamente, la pluma blanca hacía de las suyas y “el último mohicano” aparecía, blandiendo su hacha de guerra, dispuesto a vender cara su cabellera. Momentos épicos de los que guardo buen recuerdo y algún día, cómo no, les contaré.

Así llegué a la adolescencia, a la juventud. Así era cuando me casé, a los veinte años. Una mujer de puntillas por la vida, sin hacer mucho ruido. Alguien perfectamente prescindible, anodino, con el carácter adormecido, las uñas limadas y el genio al filo del coma diabético. Un asquito. Un dulce, memo, empalagoso asquito.

Entonces sucedió: La vida vino a mi encuentro y arrancó por las bravas toda aquella maraña de encaje y algodones que se enredaba en mis pies y me impedía caminar con soltura, sortear los obstáculos, trepar por los taludes. Llegó como un vendaval, barrió el azúcar y me dejó en cueros, desprotegida, helada y blanda. Pero con las manos y los pies libres, los dientes sanos y afilados, y los islotes de Langerhans funcionando a todo trapo. Descortezada y, sobre todo, viva.

Llevo cuarenta y cuatro años protestando de mi madre, enfrentándome a ella en batallas inacabables. Años de soportar su dictadura férrea escondida bajo de una máscara de liberalismo, su condescendencia gratuita hacia mi “evidente” incapacidad para tomar decisiones, ese rencor del que hace bandera y que mantiene al día una libreta con las cuentas pendientes, el “perdono pero no olvido”, la soberbia que le impide reconocer que no hay razón que obligue a hacer las cosas exclusivamente según su criterio y a su manera. Cuarenta y cuatro años intentando con todas mis fuerzas evitar el parecido, despotricando, luchando contra ella y contra la parte de ella que se repite en mí.

Cuarenta y cuatro años equivocada.

Le debo a mi madre mucho. Quizás, para empezar, una disculpa. Ella es –lo ha sido siempre- una mujer fuerte, segura de sí misma, luchadora. Con cientos de defectos y cientos de virtudes. De ella he heredado el genio vivo, la lengua afilada, la fuerza para levantarme una y otra vez del suelo, los redaños. Sin vivir su dictadura, habría sido incapaz de reconocer otras, quizá peores, entre ellas la que yo misma puedo llegar a ejercer. Sin la rabia que me producía su condescendencia, jamás hubiera luchado para demostrar que SI sabía, SI podía. De ella he aprendido que “perdono, pero no olvido” es una norma importante, que debo recordar no sólo lo bueno sino también lo malo, so pena de permitir a mis agresores repetir la jugada. He aprendido que su soberbia baliza la zona que no debe traspasar mi orgullo. Que vale más “una colorá que ciento amarillas”. Que necesito del vinagre para equilibrar el arrope. Que hace más daño un bueno estúpido que un malo inteligente... durante toda mi vida mi madre me ha hecho el regalo de un contrincante con quien “batirme el cobre” y un espejo donde observar mis errores y mis aciertos.

Ella es parte de mí, como yo de ella, es mi equilibrio, el ácido que contrarresta el azúcar en mi sangre. Es esa mujer que no camina nunca de puntillas.





El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el sábado 22 de Julio de 2006.


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