lunes, 16 de abril de 2007

PEPE



Alguna curiosa razón le devuelve a mi memoria, cuando llevo quince años sin verle. Tal vez sea el hecho de estar tan cerca de un puerto pesquero, o tal vez cruzarme con hombres que se le asemejan en las pieles curtidas y las arrugas que cruzan sus rostros empañados de salitre. Tal vez, a estas alturas, ni siquiera esté vivo... y, curiosamente, pensar en ello me produce cierta desazón, como el regusto de un daño causado sin venir a cuento, y que no puedo remediar.

Se llamaba José, aunque como es habitual todo el mundo le llamaba Pepe. Era analfabeto y un accidente le había dejado sordo. Nunca tuvo muchas luces, era torpe y bastante bruto. Pero tenía buen corazón y era trabajador y generoso. En su absoluta simpleza, un alma buena. Y durante nueve años, fue mi suegro.

Pepe apenas dormía. Su vida era un continuo deambular de uno a otro trabajo para ganar, a fuerza de sudor, su pan y el de los suyos. Por las noches y hasta la madrugada trabajaba en Mercabarna, descargando cajas de pescado y marisco, trabajo que le pagaban con frecuencia en especies. Durante parte del día era estibador, en el muelle de Barcelona, y dedicaba las tardes a construir pequeños barcos pesqueros en madera, o en cuerno, o a poner a secar al sol, pilladas de un cordel, las bocas de marrajo que le pasaban en el Mercado, para luego, limpias, pulidas y barnizadas, venderlas a los turistas o al mismísimo Corte Inglés. Los fines de semana se marchaba a Blanes, o a cualquier otro lugar de la costa, y se embarcaba en alguna barca de pesca... más de lo mismo.

Durante aquellos años en mi casa jamás faltó el pescado. Pepe aparecía con frecuencia a mi puerta para dejar rapes, merluzas de palangre, ostras, bolsas de angulas, chirlas, salmonetes y lenguados. La mayor parte de las veces eran piezas que, habiendo recibido algún golpe y siendo por ello poco atractivas a la vista, le daban a él en pago por su trabajo. Otras, sencillamente, se las vendían más baratas. No me dejaba nunca el pescado para limpiar: lo hacía él, con aquellas manos recias y ásperas. Cortaba las cabezas de los rapes o me traía la carne, blanca y firme, cortada y preparada.

Y aquellos ojos azules, casi de niño, no pedían nada a cambio sino que le dejasen formar parte de una familia que nunca había podido tener. Y ver crecer a su nieto...

Ninguno de sus dos hijos -ni el propio ni el adoptado- le dieron alegrías. El primero, a decir verdad, lo que le dió alguna vez fue una paliza. En ocasiones, rompiendo su silencio y su costumbre de no confiar nada en mujer alguna, me preguntó en qué se había equivocado. Mal podía yo contestar aquella pregunta a mis años, cuando yo misma empezaba a hacérmela también. Claro que yo encontré mi propia respuesta y un día me marché para no volver jamás.

La otra tarde, paseando por la Lonja del pueblo en el que me asoleo, me pareció verle. Y fue tan vívido que, de repente, caí en la cuenta de que al marcharme le había arrebatado la única cosa que ponía algo de luz en su vida, y le había dejado, a cambio, mis tormentos.

Vi a Pepe en mi recuerdo y me di cuenta del precio que él tuvo que pagar por mi libertad. Y me pregunté si todavía estoy a tiempo de devolverle algo, a cambio.


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el sábado 22 de Julio de 2006.


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