domingo, 15 de abril de 2007

EN EL NOMBRE DEL PADRE.

Se llamaba Manuel, Manuel Vidal, y era sacerdote. Pero todas nosotras le conocíamos como el Padre Vidal y nos moríamos por sus viejos huesos. Huesos cariñosos y nada malevolentes, jamás cargados de agrios regaños o cubiertos de malas caras y adoctrinamientos estúpidos.

Nosotras teníamos once, doce... algunas trece años, las mayores alcanzaban la muy provecta edad de dieciseis o diecisiete y, la verdad, ya no le hacían tanto caso como las más jovencitas. Él era lo que a nuestros ojos de entonces se calificaba como un anciano: rondaba los sesenta y tenía el cabello blanco, muy blanco.

No sé bien –porque ahora mismo no me alcanza la mano hasta el recuerdo- cómo el Padre Vidal se dejaba las horas en aquel instituto de enseñanza media, en pleno corazón del Parque de la Ciudadela. Tal vez el lugar hubiera sido antes una institución de tipo religioso; el nombre, desde luego, lo hacía pensar: Jacinto Verdaguer. Pero el caso es que el profesorado del centro era laico y mixto. Había profesores y profesoras, jóvenes recién salidos de la Facultad y viejos de muy distinto pelaje y tendencia. Recuerdo algunos... pero ahora no viene al caso. Estábamos con el Padre Vidal.

La cuestión es que él no daba ninguna asignatura. Su trabajo estaba detrás de una mesa de despacho, en la secretaría del centro. Tan sólo cuando algún profesor debía ausentarse, o enfermaba inopinadamente, o quedaba algún hueco en el horario lectivo, el Padre Vidal hacía su entrada por la puerta del aula y se acomodaba tras la mesa situada sobre la tarima de madera, frente al encerado.

Y todas, sin excepción, rezábamos para que esos momentos llegaran y quedáramos por una hora –con suerte, dos- bajo la custodia de aquel guardián.

Porque el Padre Vidal era un cuentacuentos. Y en aquellos tiempos –apenas metiendo la cabeza en la década de los setenta- a los niños todavía les podías entretener y mantener ilusionados y tranquilos si sabías contar bien los cuentos.

Como pequeños pájaros en un nido nos quedábamos todas con la boca abierta de asombro, atentas y expectantes, mientras su voz nos susurraba historias que parecían sacadas de los Cuentos de la Alhambra, de Irving, donde siempre había algún viejo mago moro, o alguna mora de ojos grandes y oscuros que se enamoraba de un cristiano de cabellos dorados, y siempre, siempre, un tesoro oculto que, al eco del ensalmo de unas palabras en lenguas arcanas, aparecía tras una roca, o bajo una losa que se alzaba, milímetro a milímetro, empujada por los dedos en ángulo del Padre Vidal, que imitaba con una parsimonia rayana en la tortura el movimiento de apertura, antes de mostrar sus secretos.

Era siempre un consuelo tenerle cerca cuando una resbalaba en el patio y se rasguñaba una rodilla, porque mientras la profesora de Educación Física agarraba el botiquín y se liaba con el algodón empapado en alcohol, él se sentaba cerca y te distraía las estúpidas lágrimas y el dolor con algún chiste blanco, tan blanco que a veces hasta a nosotras, con nuestros inexpertos once años, nos parecía que los lavaba con jabón.

Y si, por necesidad, algunas veces se ponía serio, era su gesto adusto suficiente para hacernos sentir el peso del disgusto, la conciencia de no haber actuado como se esperaba, de haber fallado de algún modo a tanta generosidad y tolerancia como aquel hombrecito, pequeño y algo doblado sobre sí mismo, mostraba día a día con nosotras.

Porque saltarse las normas era una de nuestras devociones. Retar la autoridad de los profesores –mejor cuanto más rígidos y severos se mostrasen- era un plus de bravura, aunque pudiera pagarse en sangre de suspenso. Pero fallarle al viejo, que no tenía otras armas que su expresión de decepción... era un desastre.

Abandoné el instituto a los catorce años, para pasar a La Salle donde –allí sí- parte del profesorado era religioso. Y no lamenté el cambio jamás, sino porque no pude llevarme la presencia en mi vida del viejo cuentacuentos.

Años más tarde supe que había muerto y, para qué ocultarlo, se me escaparon algunas lágrimas.

Su buen Dios, el de la buena gente, lo tenga en esa gloria en la que él creía a pies juntillas. No tengo dudas de que lo merecía.



El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el sábado 22 de Julio de 2006.

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