sábado, 21 de abril de 2007

ANGELES, o ...

... COMO DESPERTAR AFICIÓN POR LOS CLÁSICOS.

No era consciente de mi buena suerte cuando la fortuna me regaló la presencia, como profesora, de Ángeles Cardona. De ella lo ignoraba todo. Solo sabía que tenía una voz dulce y unas maneras educadas, que aquel año estudiaríamos de su mano las obras más conocidas de Beaumarchais (El barbero de Sevilla y Las Bodas de Fígaro)... y fue completamente de su mano, puesto que la edición de Bruguera con la que nos adentramos en el autor estaba comentada por ella. (Por cierto que, el gabachísimo Pierre Augustin Caron, cuando el XVIII daba sus últimos coletazos y mucho antes de que el romanticismo llamase a nuestras puertas, publicitaba ya cierto carácter andaluz que algunos se empecinan en negar que existiera).

No contenta con lo suyo, que era la literatura, nos enganchó también, de la mano de Maite, con la música y nos presentaron, entre las dos, a Giaccomo Rossini. En un amago burlesco, me encontré una divertida tarde en la sala de música con la partitura entre los dedos -que, por supuesto, no sabía leer porque no tenía ni repajolera idea de solfeo- y rasguñando con aquel mezzogallo glorioso el "Una vocce poco fà"...

Recuerdo a Ángeles, ya digo, gentil. Era un placer escucharla atentamente mostrarnos las literatura del Barroco (y otras hierbas) vestirnos la imaginación y llevarnos de la mano por los entresijos de la época. Tenía una voz dulce y un halo triste. Mis condiscípulas (las mayores) comentaban que era debido a que, no hacía mucho, había perdido una hija en un accidente de tráfico. Inspiraba ternura. Tal vez porque era poco dada a regaños y más afanosa con las reconvenciones suaves y con la guía amable.

Convertía la asignatura en un mundo subyugante; en nada me sentía más cómoda que invirtiendo las horas de los deberes, en casa, en sumergirme en los libros y estudiar el siguiente tema. Todo se me volvían preguntas que se atropellaban por salir, y que luego no salían... mordidas por cierta timidez que me impedía andar levantando la mano una y otra, y otra vez, en mitad de la lección.

Me sentía mimada por su atención, por las explicaciones cuidadosas, por el esmero en los detalles, por aquella invitación que nos hacía a buscar en las bibliotecas, a leer, como herramienta básica para depurar nuestro uso de la gramática.

Con todo, no era yo la más espabilada de sus alumnas. Nunca destaqué demasiado, manteniéndome en esa modesta mediocridad en la que tantos navegamos. Sacaba notas razonables, eso sí. Muchos notables y algún que otro sobresaliente de higos a brevas.

Y, sin embargo, ella se las ingenió para encontrar en mí un "algo" destacable, inflándome de repente de un orgullo propio de un pavito real y pintándome una sonrisa de oreja a oreja.

La recuerdo perfectamente:

El resumen está muy bien, pero además tienes una letra clara, personal y fácil de leer. Haces cómodo corregirte los exámenes y tu caligrafía es preciosa.

Por fin, a la larga, los malditos años del plumín y el tintero, la letra que había entrado con sangre, habían dado fruto pero, más allá de eso... mi letra era ya entonces -como es ahora- parecidísima a la letra de mi padre. No podía haberme dicho algo que me hiciera sentir más feliz.




Angeles Cardona de Gibert tiene prologados y comentados muchísimos de los autores clásicos, en ediciones no necesariamente caras. Es posible que alguno de ustedes haya tenido alguna vez, entre sus dedos, sus palabras.

Yo fui una niña afortunada: fue mi maestra.


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el martes, 5 de Septiembre de 2006

No hay comentarios: