sábado, 21 de abril de 2007

MIL NOVECIENTOS SETENTA

El año 1970 estuvo salpicado de acontecimientos. La ONU lo declaró Año Internacional de la Educación y, si consultan la enciclopedia -cualquiera, la misma Wiki, por ir rápido y sin complicarse- comprobarán que, por ejemplo, el gobernador británico proclamó en Georgetown el nacimiento de la República de Guyana, presidida por sir Edward Luckhoo; que en Chipre se frustró un atentado contra el arzobispo Makarios, presidente de la República; que en Guatemala asesinaron al embajador alemán y en Colombia se celebraron unas elecciones que, ensombrecidas de sospechas de fraude, dieron origen al Movimiento 19 de Abril; que dos mujeres fueron ascendidas al generalato por primera vez, durante la presidencia de Richard Nixon; que un gran terremoto asoló Ancash, en Perú; que en Alemania se estableció la Fracción del Ejército Rojo o que, en Argentina, un golpe de estado del teniente general Lanusse derrocó al general golpista Onganía, para que luego, en junio, el general Roberto Levingston fuese nombrado presidente de hecho, que no de derecho, saltándose la Constitución.

Recordarán también, si consultan las enciclopedias, que en Jordania Hussein hizo concesiones a los fedayines, cesando las hostilidades contra los palestinos (sí, ya, que los jordanos también eran árabes... pero eran otros tiempos); que Fiji se independizó del Reino Unido y en Polonia se firmó el Tratado de Varsovia con la República Federal Alemana, mientras en Perú se amnistiaba a los presos políticos.

Nacieron, en aquel año que cerraba la década prodigiosa de los sesenta, Marco Pantani, Mariah Carey, Luis Miguel, Uma Thurman y Sasha Sokol, también Ernesto Alterio, Maribel Verdú y Ethan Hawke, al tiempo que el año barría, definitivamente, de nuestro pequeño mundo, a personajes tan famosos y dispares como Bertrand Russel, Joseph Agnon, Alfred Newman, Erle Stanley Gardner, Paul Celan, Achmed Sukarno, Luis Mariano, Antonio Oliveira Salazar, Pierre Kœning, François Mauriac, Jimi Hendrix, John Dos Passos, Janis Joplin, Gamal Abdel Nasser, Agustín Lara, Charles de Gaulle, Yukio Mishima, o Nina Ricci.

Aquel año, Jesús Fernández Santos se llevó el Nadal por su "Libro de las memorias de las cosas", voló por primera vez el Jumbo y en Londres anunciaron que una mujer daría a luz un hijo concebido en el tubo de ensayo de un laboratorio. La Nasa lanzó el Apollo XIII... y Houston, Houston, tuvieron un problema. La URSS hizo orbitar el Soyuz 9, tripulado por Nikolaiev y Sebastianov y Francia hizo explotar el atolón de Mururoa con una bomba nuclear, un mes y catorce días antes de que los rusos lanzaran la estación Venus 7.

¿Y en España? En España andábamos con el Real Madrid proclamándose campeón de la Copa del Generalísimo ante el Valencia, y con Urtain proclamándose campeón de Europa de los pesos pesados, derrotando a ARgentina en hockey sobre patines y contemplando a otros arrasar en deportes como el automovilismo, en Mónaco mientras nos consolábamos con la modesta bicicleta de Luis Ocaña que ganaba la Vuelta Ciclista a España y dejaba en las manos de Eddy Merckx el Tour de Francia.

El año en que Alexander Solzhenitsyn, el escritor encerrado en el Archipiélago Gulag, obtuvo el Nobel de Literatura.

Sí. Todo eso cuentan las enciclopedias. Pero ninguna cuenta, porque no era importante, que en mi mundo, mi mundo pequeñito, 1970 fue un año gigantesco. Al llegar el mes de septiembre de aquel año, en que cumplía mi primera década, el colegio fue sustituido por el Instituto; un Instituto lejano, situado en el corazón del Parque de la Ciudadela, para asistir al cual tenía que hacer cuatro trayectos diarios de media hora a pie, cruzando zonas que yo, en mi inexperiencia, consideraba zonas peligrosas, casi de guerra. Para mí, ir y volver tan lejos de mi casa, sola, era toda una aventura. Y ni siquiera el terror -mucho menos el terror- le restaba interés. Era un aliciente más para ir a la escuela.

El Instituto trajo a mi vida al viejo Padre Vidal y sus cuentos, y también a María Romanillos, la profesora de Inglés, o a doña Ángeles Cardona de Gibert, catedrática de Literatura de quien guardo un cariñosísimo recuerdo y de cuyas faldas andaba colgada para hablar de libros, a Alicia, la jovencísima profesora de Latín, que me hizo meter los hocicos en el Spes y me ayudaba con las traducciones, a Maite, la profesora de Música, que insistía en que yo tenía una estupenda voz de mezzosoprano que debía cultivar y al anciano profesor de Dibujo, que nos dejaba en un aula, llena de las cálidas luces otoñales colándose entre las rejas, para que nuestra imaginación volase y el arte se volcara sobre los cuadernos, a Sese, mote minúsculo que aplicábamos a la gigantesca Dolores Seseña, la profesora de Educación Física, incapaz de convertir mis dos pies izquierdos en algo útil, a Gloria, la profesora de Ciencias y a Carmen, la de Historia, a Mercé, la profesora de Catalán y, cómo no, a mis dos grandes terrores: el inmundo profesor de Matemáticas, bestia parda de las aulas de primer grado, y a doña Lola, la profesora de aquella especie de engendro que se llamaba algo así como Formación Femenina, o Labores del Hogar, calco pintiparado de la más joven y regordeta de aquellas hermanas Gilda de mi infancia, igual de terrorífica que ellas y por quien jamás pude tener la más mínima gota de aprecio.

Fue el año setenta, pese a muchos descalabros, un año glorioso. El año en el que pise el umbral de la adolescencia. El año en que empezaría a convertirme, física y mentalmente, en lo que se llamaba "una mujercita". Hace, no más, la friolera de treinta y seis años. Más de siete lustros.

Pero no fue gratis. Fue también la puerta de entrada a un mundo más cruel de lo que estaba acostumbrada a soportar, el desgarro de las faldas protectoras de mi madre, la conciencia de ser poca cosa y de tener que aprender a defenderme. En 1970 empezaron a crecer las corazas que poco a poco me defenderían del mundo, hasta terminar convertida en una especie de caracolillo gafudo, silencioso, oculto. Crecer no es tarea fácil, no para los peor dotados. La sensación de que todo cuanto anhelaba poseer estaba demasiado arriba para el largo de mis brazos empezó a germinar aquel otoño del 70. Y los amargos frutos perdurarían en el tiempo... mucho, tal vez demasiado.





El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el lunes, 4 de Septiembre de 2006

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