sábado, 21 de abril de 2007

UN PASEO CON ALMA



El primer lustro de este siglo andaba apenas mediado. Era Mayo, y era Córdoba. Ella y yo habíamos compartido la habitación del hotel, un hotel recoleto, escondido en una callecita cordobesa cercana a la Universidad y no demasiado lejos de la Plaza de Colón. En realidad, compartir no es la palabra exacta porque yo solo usé el cuarto para soltar el equipaje, asearme un poco y arreglarme, por la noche para la cena, y por la mañana para visitar la ciudad.

Recuerdo que, cuando regresé a las nueve de la mañana de mi expedición fotográfica, ella todavía estaba medio adormilada y los rizos rubios de su melena se desparramaban sobre el embozo de la colcha, apenas iluminados por la ventana chiquita y alta que daba al patio. Siempre recuerdo a Alma muy blanca, muy rubia, casi como una porcelana que hubiera cobrado vida. Por supuesto no era así. Era una criatura normal, vivaracha, razonablemente alegre, enamorada del flamenco, arte que estudiaba con vocación.

Aquella mañana desayunamos juntas, en Gaudí, y luego paseamos por las calles, todavía frescas, hasta llegar a la Mezquita, donde habíamos quedado con el resto del grupo que, como suele suceder con los grupos grandes, iba a su bola.

Pasear con Alma era refrescante, como acostumbra serlo pasear con gente joven, con las ideas frescas, todavía sin empañar excesivamente por la tormentas de la vida -aunque no estén exentos de haberlas padecido-. Y con ella aprendías mil cosas que, al menos a mí, te eran absolutamente novedosas. Sí, mirar la vida a través de unos ojos todavía agudos, capaces de percibir los detalles más rutinarios como nuevos, es una gran cosa.

Charlamos durante mucho rato. Yo tenía una de esas mañanas raras, algo espesas, en las que la abundancia de la belleza alrededor te arrastra hacia una melancolía irreprimible, el presentimiento de la pérdida cercana, esa certeza terrible que te empaña el ánimo justo cuando más a gusto estás. Y, como me conozco y conozco el sentimiento, charlaba más, con más ganas, con más risas de las habituales, las palabras se atropellaban por salir, desenfrenadas.

Curiosamente -y digo curiosamente porque me ha sucedido pocas veces, y menos con gente tan joven- Alma lo notó. Lo preguntó directamente:

- ¿Por qué estás tan triste? ¿Por qué te escondes?

Así que, sorprendida con las manos en la masa, no pude hacer otra cosa que contestarle la verdad:

- Porque tengo que fingir alegría. Si me dejo arrastrar por esta tristeza absurda, que no tiene sentido ni razón de ser, entraré en una espiral descendente, que me hará dar vueltas y más vueltas sobre mi propio ombligo y hasta mi mismo infierno. Salir de ahí es demasiado difícil. Así que no me queda otro remedio que fingir estar alegre, parlotear, reírme, hablar de todo sin hablar de nada. Como si estuviera asida a los seguros de una pared mientras escalo, ir clavando risas como fijaciones, igual de artificiales, hasta conseguir remontar la pared que se te viene encima. Porque bajar es fácil, solo hace falta dejarse resbalar...

Igual que la tristeza, la alegría se alimenta de sí misma (aunque tenga que empezar en un fingimiento) y, además, es contagiosa. Solo hace falta un esfuerzo en la dirección correcta. El desmedido empeño por ver el lado amable de la vida, por observar los detalles lujos, por vivir el minuto, por efímero, por fugaz, que este sea.

Durante aquel paseo, tranquilas ya, bajo la luz intensa pero aun fresca de una mañana en Córdoba, disfrutamos las dos. Hablamos de sus sueños, de sus miedos, de sus fugaces enamoramientos, hablamos -¡como no!- de los hombres y las mujeres. Cuando llegamos a la Mezquita nos envolvieron grupos de gitanas enlutadas, por parejas, por tríos, como hormigas abalanzándose alrededor de aquella criatura casi de nieve; fue una estampa increíble que duró apenas unos segundos, el tiempo justo para decir que no a tanto ofrecimiento de buenaventura, romero y lectura de palmas de las manos.

Luego, despacio, se nos fueron uniendo los demás, hasta completar un grupo de apenas media docena de personas que se disgregarían poco después, cada quien de vuelta a su olivo.

Recuerdo a Alma y recuerdo muy bien aquella brillante mañana de Córdoba. Fue como llevar al lado, paseando, un rubio rayo de sol.


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el sábado, 2 de Septiembre de 2006

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