sábado, 21 de abril de 2007

DIBUJANDO PALOTES




He dicho por ahí, muchas veces, que me parieron con un lápiz en las manos. Bueno, eso es un tanto exagerado, pero no tanto como pudiera parecer. Lo cierto es que me parieron muy tarde, cuando la vida de mis padres había rebasado con amplitud la edad idónea para meterse a criar chiquillos. Y es que he tenido unos padres muy adelantados a su tiempo: fueron la avanzadilla de los "jóvenes" de ahora, que no se casan hasta que les empiezan a salir las patas de gallo. Así que, por más prisa que se dieron, para cuando vine al mundo mi madre había cumplido los cuarenta y a mi padre le faltaba un suspiro para imitarla.

Mi madre, que mano a mano con su hermana mayor había criado a la media docena de hermanos que llevaban detrás, tuvo siempre una marcada afición por gobernar a la chiquillería. Pero la chiquillería que tenía a su alcance nunca era suya. O bien eran sus hermanos, o bien sus sobrinos, o bien los niños de la Casa Cuna -en sus tiempos monacales-, o bien los hijos de la casa donde entró de niñera y acabó de ama de llaves... niños que cuidaba y medio educaba, pero respecto a los que no tenía poder de decisión.

Así que, después de la Preparatoria con niños ajenos, estaba más que dispuesta a hacer el Doctorado con esta que les escribe ahora. Todo un mundo de innovaciones para poner en práctica, para asombro de propios y extraños. Tantas maravillosas teorías sobre la educación infantil.

Yo fui, por ejemplo, de las pocas criaturas que, en los años sesenta, dejaron de llevar pañales antes de los seis meses. No me miren con esa cara, ya sé que sus hijos de ustedes -los que los tengan- han llevado dodotis y similares una temporadita algo más larga. Pues yo no. Ea. Yo aprendí a usar el orinal mucho antes de cumplir el año, cuando todavía no me sostenía sentada sobre él. Unos esfínteres milagrosos.

Y fui, también, de las pocas criaturas que llegaron a preescolar sabiendo, no solo coger un lápiz, sino las letras del abecedario, las horas del reloj, los números del uno al diez y juntar las más elementales sílabas. Todavía no tenía cuatro años.

Recuerdo, como en una borrosa neblina, aquellas sesiones de tiza y pizarra, donde mi madre era la maestra. La sillita baja, de enea, la pizarra verdosa enmarcada en madera, la esponja y la tiza, y el balde redondo y chiquito de lavar la ropa interior, que mi madre usaba para trazar cada día el perfecto círculo donde, después, iríamos dibujando la posición de las manecillas del reloj para aprender las horas. Recuerdo aquellos números y letras, retorcidos, propios de alguien que había ido a la escuela apenas unos años antes de ponerse a trabajar, para aprender las cuatro reglas. Son los mismos números y las mismas letras que hoy, mucho más temblorosos, esbozan cualquier apunte o recado en trozos de papel cuadriculado. Apenas legibles. Las letras de mi madre.

Era un juego diario. Y a ese juego contribuían todos los pequeños regalos de cumpleaños, de Reyes. Rompecabezas formados por cubos apilables con las letras dibujadas y pequeñas figuras de animales. Forma palabras, forma escenas, asocia unas y otras. Libros de cuentos. Cuadernos de blandas tapas con racimos de números y letras, pequeños monigotes ilustrados: "mi ma má me a ma...", "yo a mo a mi ma má..."

La recuerdo enfadada en el momento de cambiar la tiza por el lápiz: "No, no, así no. El lápiz no se agarra como un palo, se sujeta, se deja entre los dedos, que camine despacito"...

Recuerdo los palotes de aquel primer cuaderno, escolar sin escuela, y las bolas de colores del ábaco donde aprendí a contar. Recuerdo los borrones espirales, pintados de verde, aquellos esperpénticos árboles que más parecían nubarrones, las casas de torcida chimenea que echaba humo y cuya puerta sonreía como una boca desdentada mientras las ventanas pestañeaban con sus tuertas persianas.


La "m" con la "a": "ma".


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el sábado 22 de Julio de 2006

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