sábado, 21 de abril de 2007

EL SOPAPO



No.

Nunca fui una niña demasiado aventurera. O sí, pero digamos que mis territorios de aventuras se ceñían a lugares donde no corría demasiado peligro físico, salvo el que pudiera devenir de que me cayera un libro en los pies o se me escurriera entre los dedos la cuchilla de afilar los lápices -que, por otra parte, era una hoja de seguridad-. Así que no, no corría aventuras, ni era atrevida, ni solía ponerme el mundo por montera.

Pero recuerdo todavía, a pesar de que han transcurrido poco más o menos cuatro décadas, la tarde en que decidí saltarme a la torera una orden directa de mi madre. La recuerdo casi tan perfectamente como otra tarde en la que me encontré, frente a frente, con una rata en mitad de la escalera que subía desde el portal al piso. Tal vez las recuerdo con la misma fuerza porque todo ocurrió en el mismo lugar y una mezcla, en su visual y escasa memoria, los ambientes y los sucesos.

Por aquella época estaban teniendo mucho éxito entre mis compañeros de clase los cultivos de gusanos de seda. Cajas de zapatos rellenas de hojas de morera entre las que los pequeños y glotones gusanillos se movían, zampando incansables, hasta que llegaba el momento en que comenzaban, con el mismo empeño, a envolverse en hilos y más hilos, hasta formar aquellas pequeñas crisálidas ovoides y blancas, de las que algo más tarde surgiría el milagro de una mariposa.

Yo quería una caja de zapatos con gusanos de seda. Quería verlos devorar las hojas, envolverse en los hilos y cortar las crisálidas. Quería ver la magia desenvolverse día tras día ante mis ojos.

Mi madre no quería porquerías en casa. De modo que la respuesta fue que "nada de bichos, que ya tenemos suficientes". Tomando en consideración que en casa éramos tres (ella, mi abuela materna y yo) porque mi padre casi nunca estaba, y que por aquel entonces no teníamos ni canario, la cosa estaba bastante clara.

Pero a mí, un compañerito de clase me había ofrecido unos cuantos de sus voraces bichos. Pensé que la cosa iba a ser tan simple como esconder la caja en la cartera y ocultarla en el mueble-cama que me hacía las veces de cuarto. ¿Se le pueden pedir grandes pronósticos a una cría de siete años?

Así pues, cierta tarde, al salir de clase, me acerqué con mi compañero hasta su casa, situada apenas a dos manzanas de la escuela. Era una transgresión clara, pues las órdenes de mamá eran que había que ir DIRECTO de la escuela a casa y de casa a la escuela sin entretenerse por el camino y, desde luego, sin desviarse.

Yo quería los puñeteros gusanos.

Me salté las instrucciones y no fui directa a casa, sino que me desvié dos manzanas... lo que, lógicamente, unido al tiempo que mi amigo tardó en darme caja con bichos e instrucciones, alargó un tanto el tiempo de regreso. Supongo que no mucho. Desde luego yo no fui -tal vez no podía serlo aun- consciente del tiempo que añadía al regreso.

Así que llegué a casa, con mi botín a cuestas, y llamé -golpe y repicón- al portal. El tirón de la cuerda abrió, como siempre, el portón de madera, y yo brinqué alegremente, escaleras arriba, en una inconsciencia total de la que se me venía encima.

En la puerta del piso esperaba mi madre.

-¿Se puede saber de donde vienes?

-Del cole

-Has tardado mucho... ¿donde te has metido?

Improvisé, claro.

-Nos hemos quedado un rato más a terminar un castigo.

BUMBAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

Tortazo que te crió.

-Esto por contarme mentiras. He ido a buscarte y no estabas. ¿Donde te has metido?

Entre el sobresalto y una buena dosis de hipidos, confesé. ¿Quedaba otro remedio? Así que salió la caja, y los gusanos, y las hojas de morera y...

-Ya mismo estás tirando esas porquerías.

-Pero es que TIENEN que salir las mariposas.

-En esta casa, no.

-Bueno, pues se los devuelvo a Pepito. Pero las mariposas TIENEN que salir.

-Mañana se los devuelves. Y se acabó la historia. ¡ah! Y estás castigada, por mentirosa.

Obvio decir que arrastré los pies hasta mi rinconcillo: el mueble cama del salón, que me hacía las veces de dormitorio desde que la abuela había venido a ocupar -y qué remedio, si no había otro- el que fuera mi cuarto.

Mientras examinaba los pequeños gusanillos paseándose voraces por el filo de las hojas, recuerdo que traté de imaginar el castigo que se le ocurriría a mi madre, cuestión asaz complicada porque yo no tenía permiso para salir a jugar a ninguna parte. No recuerdo, sin embargo, en qué terminó la cosa. La cosa del castigo, porque la de los gusanos sí que recuerdo, desgraciadamente, como terminó.

Los contemplé comer mucho rato y, al final, me puse a hacer los deberes, y luego a cenar, y luego me acosté, no sin echarles un último vistazo. Me dormí buscando alguna estratagema para que, ya que estaban en la casa, mi madre me permitiese quedármelos.

Al amanecer del día siguiente, cuando levanté con cuidado la tapa para ver como estaba mi pequeño rebaño, descubrí con espanto que, durante la noche, las hormigas habían dado con la caja y la habían tomado por asalto. Los pequeños gusanos estaban muertos, cubiertos por un amasijo de negrísimas hormigas.

No saldrían jamás las mariposas. Entonces, y solo entonces, fue cuando me dolió la cara del sopapo.


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el miércoles, 16 de Agosto de 2006

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