sábado, 21 de abril de 2007

CERAMICA DE TALAVERA



Se llamaba Amelia y era la segunda de los vástagos (y la mayor de las cuatro chicas que sobrevivieron) que mi bisabuela Quintina había traído al mundo. Las otras tres eran, por orden de aparición, Alicia, Angelines y Ana. La bisabuela Quintina tenía una fijación con que los nombres de sus hijas comenzasen por "A", que se convirtió por obra y gracia de las tan acostumbradas repeticiones en una tradición familiar. Así, todas las hermanas de mi padre repitieron los nombres de sus antecesoras, duplicando a sus tías, si bien en distinto orden: Amelia, Ana, Alicia y Angelines.

Cosas de casa.

En fin, a lo que iba: Se llamaba Amelia y nació allá por 1890, en Santander, en mitad de una ola de frío siberiano que tenía a los habitantes de la muy cántabra ciudad más tiesos de frío de lo razonable. El país tiene como rey a un niño de 5 años, como regente a su madre, y como gobernante a un tal Práxedes Mateo Sagasta. Agitado el terruño, como los martinis de James Bond. El movimiento obrero se está convirtiendo en una realidad.

Amelia dejó de ser Amelia en 1915, el año en que murió su padre (mi bisabuelo Gerardo) y ella profesó como monja de clausura, en la congregación de las Siervas de María, y pasó a llamarse desde entonces Sor Amor.

Ir a ver a Sor Amor en su conventillo talaverano era una costumbre establecida todos los meses de Septiembre, cuando mi madre daba por finalizado el verano (talaverano rima con verano ¿no?) y se acercaba a Madrid a visitar a su suegra, manteniendo así el roce mínimo e inexcusable con la familia de su marido. Cuando yo conocí a Sor Amor ésta tenía ya la friolera de setenta y tres años y era una dulce viejecita, casi ciega, de manos blancas, suaves y fresquitas, permanentemente acompañada por alguna de sus hermanas postizas ("en religión" las llamaban) que atendía sus cansados huesos.

Aquellas tardes de visita en el convento eran tardes en la umbría, entre los jardines del claustro de altos árboles, encerrados allí, junto a las monjas, que pugnaban por estirarse hacia el sol, acaballándose sobre los muros. Tardes de salita en penumbra, donde un tímido rayo de sol atravesaba las contraventanas y, tras enredarse en los damascos de un tresillo vetusto iba a anidar sobre el lienzo del Sagrado Corazón que presidía la pared. Tardes con pequeñas bandejas de merienda, dulces tentaciones sobre paños bordados, blanca cerámica de tazas, níveas como las manos de las monjas.

Pequeñas tardes inquisitoriales cuajadas de ¡cómo crece esta chiquilla! y ¿te portas bien o haces rabiar a los papás?, salpicadas de mimos y carantoñas y, al final, casi siempre el mismo obsequio, una bolsita bordada, o una pequeña cajita, conteniendo las cuentas de un rosario minúsculo, una suave bendición y un beso.

Sor Amor era menuda y regordeta, siempre sonriente y las más de las veces, pese a la edad, juguetona y traviesa, de risa pronta que se abría en su carita redonda y arrugada como una ventana en la negrura de los hábitos. Más tarde, atravesabas de nuevo la puerta del convento y salías al sol apabullante sobre las escaleras, a corretear por el adoquinado de Banderas de Castilla y dejabas atrás recogimiento y silencio, y te olvidabas de Sor hasta el año siguiente, recogida en su cajita igual que el rosario que te acababa de regalar.




Parecía que no tuviese historia, como si aquellos setenta años teñidos por los sobresaltos de dos Repúblicas y una guerra civil jamás hubieran tenido nada que ver con ella. Si acaso, ya muy anciana, un ligero velo de tristeza le cubría la mirada cuando los jóvenes de la casa andábamos haciendo indagaciones. Pero, decía, no era el gris de la pena, sino las cataratas nublándole la vista.



El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el lunes, 24 de Julio de 2006

No hay comentarios: