sábado, 21 de abril de 2007

EL COCHE 12


De las letras de SETRA que otrora campearon sobre la rejilla del radiador entre sus ojos halógenos, ya sólo quedan la primera y la última, que le convierten en una anónima sociedad de viajeros. El vetusto Katy, un modelo que en tiempos debió ser el último grito, amenaza con acabar siendo un último alarido para casi medio centenar de pasajeros. Algunas veces, mientras espero en el andén que sus puertas se abran para engullirme, siento el impulso de pararme a calcular los kilómetros que lleva a cuestas. Afortunadamente, como soy nefasta para las matemáticas y ya me pone amarilla calcular su edad, recobro el sentido común antes de alcanzar la primera decena de millar, y lo dejo estar. Valga decir, para los morbosos que deseen hacer quinielas, que luce una matrícula de Madrid con sufijo LH, y hace diariamente cuatro viajes de, aproximadamente, 200 km cada uno.

El Katy amarillo crema tiene las redondeces propias de las guaguas, aquellos autobuses paleolíticos que todavía podemos ver rodando en las carreteras de algunos países centroamericanos, africanos o asiáticos, en definitiva: tercermundistas. Su gran modernidad respecto a aquellos vehículos consiste en la ausencia de baca, reemplazada por unas tripas huecas, con portalones que se elevan a base de energía de procedencia proteínica –esto es: músculo y tirón-, y la sustitución de las butacas de skay por otras de velours, que es como llaman los concesionarios de automóviles a la imitación acrílica del terciopelo.

En cuanto abre sus puertas empieza el desfile. El muestrario varía ligeramente, dependiendo de la época del año pero, en general, está compuesto de: A) habitantes del pueblo que han acudido a Madrid para cualquier trámite médico-burocrático-adquisitivo (más de lo primero que del resto, dado el rango de edad de la población autóctona de las villas); B) jóvenes excursionistas de mochila y walkman; C) residentes en Madrid que acuden los fines de semana a echar un vistazo a sus antepasados más próximos, en condiciones de vetustez inhabilitante. El “frente de juventudes” es el primero en subir a bordo. Nuestra ancianidad tiene un marcado sentido de la preferencia de paso, de peso y de poso, amén de una carencia de escrúpulos a la hora de dar pisotones y codazos que es digna de aprecio. Esto significa, por supuesto, que la ascensión es lenta y algo penosa. Los abuelos miran y remiran, se dan instrucciones a voces, discuten por un quítame allá esa ventanilla y colocan sus bultos –los de mano y los corporales- de la mejor forma que pueden. Por fin, y después de algún que otro resoplido ballenero, dejan libre el pasillo para que suba y circule el resto del personal.

Como es de esperar, los siguientes suelen ser la troupe de jovencitos de turno, en plan pachanguita “me voy p’al pueblo” -y no precisamente a hacer “ejercicios espirituales” salvo que se considere así bailar como derviches en la primera pseudo-discoteca disponible o levitar en mitad del monte bajo la influencia de algún que otro psicotrópico, innecesario, por otra parte, si tomamos en consideración el volumen de sus walkman, de cuyos auriculares podrían prescindir perfectamente sin merma de calidad de audición, y que ya les hace alucinar de sobras-. Confieso que no me entra en la cabeza esa afición a que les aúllen en los oídos, salvo que se trate de eliminar cualquier posibilidad de enterarse de lo que ocurre en las afueras de su propio cuerpo.

Intentando armarnos de paciencia, el resto de sufrientes subimos a continuación. Con un poco de suerte, nos tocará como compañero de butaca un ser –más o menos- normal. No irá sorbiendo, no nos contará toda la retahíla de enfermedades familiares desde el primer sarampión de su pequeña Rosita –que es sexagenaria, y gasta un genio de sargento de la benemérita que tira p’atrás, pero que sigue siendo pequeña, está por estudiar si a causa de aquel dichoso sarampión o de la mala leche-, y no se dedicará a gritarle al conductor aquello de “acelera... acelera” por si el conductor dedide hacerle caso y nos cuesta la torta un pan, -no porque el autobús vaya a alcanzar velocidades astronómicas, sino porque decida que no está para empujones, y nos deje a todos en mitad de ninguna parte, viéndolas venir-. Situaciones, todas ellas, que por peregrinas que les parezcan servidora ha tenido ocasión de experimentar en carne propia más de una vez.

Debo reconocer, eso sí, que a la hora de buscar acomodo en la butaca yo no tengo problemas. Los pies me llegan razonablemente al suelo y la proximidad del asiento precedente no llega a asfixiarme. Ventajas de ser poco más que un modelo a escala reducida de esos magníficos cuerpos danone que luce hoy la mayor parte del personal. Pero digamos que sufro por “simpatía” cuando observo a mis compañeros de viaje intentar plegar sus extremidades para poder incrustarse en el escaso espacio disponible, en una maniobra digna de contorsionistas circenses. En alguna ocasión he estado a punto de aplaudir: solo les faltaban el arcón, el agua y las cadenas para crear un número de escapismo en el mejor estilo Houdini. Es solo la primera parte de su calvario, una vez metidos a presión en su cápsula especial deberán soportar lo más estoicamente posible un trayecto sin apenas escalas, que oscila entre la hora y media y las cuatro horas, en función de los niveles de atasco que presente la N501 o, en su caso, la salida de este Madrid nuestro de cada día. Porque debe quedar claro que solo estoy hablando de la ruta Madrid-Arenas. La ruta de regreso tiene otras peculiaridades ligeramente más “surrealistas”.

Salir de Madrid un viernes por la tarde puede ser épico, creo que eso no necesito explicarlo, porque la mayor parte de ustedes tienen coche y pueden hacerse una idea muy realista del evento. Yo he llegado a tardar tres horas de reloj en hacer el recorrido Estación-Sur (Méndez Alvaro)/Villaviciosa de Odón, que no creo que supere la veintena de kilómetros. Una vez rebasado Alcorcón y todos los tramos de la M-30, la M-40, y de todas las EMES habidas y por haber, se alcanza –es evidente para cualquiera que conozca el alfabeto- la N, que es la letra que va justo a continuación. En nuestro caso concreto, la N-501, que extiende su cinta asfáltica desde Villaviciosa de Odón hasta no-sé-donde... pero como mínimo hasta Arenas de San Pedro, en la provincia de Ávila y en pleno Valle del Tiétar. La carretera sigue adelante, pero nuestro Katy nunca va más allá de Arenas, tal vez le falte espíritu aventurero, chi lo sà...

La N501 es esa carretera que algunos madrileños llaman “de los pantanos” porque conduce, entre otros, al Pantano de San Juan o “playa de Madrid”, aunque estoy segura de que el título se debe a la pasmosa facilidad con que se “empantana”, regularmente, todos los fines de semana. En los últimos años, los próceres de la CAM han rascado a conciencia el erario público (esto es, nuestros bolsillos) para “desdoblar” la carretera desde Villaviciosa hasta Chapinería. Lo malo del caso es que, llegados a Chapinería se acaba la buena vida, y nos encontramos con el archiconocido atasco y, encima, con las curvas. Si sabida es la inutilidad de pedirle peras a un olmo, ni les cuento pedirle suspensión a los amortiguadores del SETRA. Devuelve multiplicadas por tres todas las irregularidades del tramo nuevo, y por siete todas las del tramo antiguo. A eso tenemos que añadirle el vaivén de buque ballenero faenando en alta mar que genera la zona de curvas que se extiende a partir de Navas del Rey, serpenteando entre las lomas, carretera adelante. Eso sí, el paisaje es espléndido. Buena parte de las tierras que bordean la carretera son cotos de caza, y no es difícil contemplar alguna rapaz, dedicada a la caza de los abundantes conejos o, en ocasiones, las torcaces que vuelan en bandadas, amén de las numerosas y blanquinegras urracas. Incluso, no hace demasiado tiempo, he llegado a contemplar grupos de ciervos pastando bajo los encinares.

Para cuando cruzamos el puente sobre el Alberche solo los habituales, cual avezados marinos, continuamos del mismo color mientras que, en el grupo de los bisoños, siempre hay alguno que ha tenido que echar mano de las consabidas “bolsitas” que lleva el conductor colgadas de la dispensadora de billetes, para casos de emergencia. Rebasada la presa del Alberche, cruzamos Pelayos, parada y fonda no para nosotros, sino para buena parte de los turismos que circulan, como un rosario de chapas tornasoladas, a proa y popa de nuestro navío rodante. El paisaje se abre ligeramente y los taludes de pinar se alejan de los márgenes de la carretera para dar paso a prados verdes, cubiertos de bucólicas vaquitas (y sus correspondientes boñigas), viñedos, olivares y huertas. En lontananza se puede divisar alguna que otra torre de vigilancia anti-incendios, desgraciadamente necesarias y pese a cuya existencia todos los años el monte acaba ardiendo como una tea de pino y resina, acorralando a los habitantes de las pequeñas poblaciones ubicadas en las laderas y valles. Así, entre saltos y bamboleos, como bailarines de salsa, alcanzamos San Martín de Valdeiglesias, último nucleo de población de la Comunidad Autónoma madrileña con una cierta envergadura. En la acastillada San Martín, la carretera se bifurca antes de comenzar una sinuosa subida por las primeras estribaciones de la ladera Sur de la Sierra de Gredos. El Katy resopla para remontar la cuesta del seminario que, orientada en zona de umbría, acostumbra a helarse en invierno. Rebasado el escalón, es cuestión de poco rato alcanzar Navahondilla, asolada por un incendio que llegó a lamer las paredes de sus primeras casas, y la dejó incrustada como un guijarro blanco contra unas colinas convertidas en carbón. Es la última población de la Comunidad de Madrid. Unos kilómetros más adelante un cartelón rojo heptaestrellado nos dirá adiós, deseándonos feliz viaje, y Castilla-León nos abrirá la puerta de Ávila en Santa María del Tiétar. El autobús abandona la carretera para subir, dando tumbos cuesta arriba, por una calle serpenteante y estrecha, en la cima de la cual se encuentra la primera parada de todo el trayecto, gracias a la cabezonería de algún prócer local, que se niega a habilitar la parada al borde de la carretera, a saber en beneficio de que bolsillo. Las portezuelas del autobús se abren para dar salida a parte sus ocupantes, y sus entrañas para evacuar los correspondientes equipajes. Liberada parte de la carga, desciende la cuesta para retomar la carretera y llegar, apenas tres o cuatro kilómetros más allá, a Sotillo de la Adrada, que para los habitantes del valle es algo así como “la capital”. En Sotillo se ubican los centros comerciales (pocos), las tiendas de ropa, la compañía de la luz, los servicios asistenciales, las inmobiliarias y buena parte de cuanto, en un primer momento, pueda ser necesario para gestiones previas de cualquier naturaleza. Al igual que en Santa María, el autobús abandona la carretera y enfila, esta vez en llano, hacia la plaza de la iglesia. Con rumbo y generosidad inigualables el consistorio ha colocado dos marquesinas (no se lo pierdan, dos) bajo cuyo refugio puede la tropa esperar el autobús sin quedarse empapada como una sopa y helada los días de invierno, o achicharrada como un torrezno en los de verano. Aquí el autobús resopla, como un abuelo que consigue por fin encontrar un banco libre en el parque, abre puertas y portones, apaga el motor por unos momentos y descarga la mayor parte de su pasaje. A los pocos minutos reemprende la marcha, esta vez hacia La Adrada, la villa castellana que se levanta al pie de las ruinas del castillo, hoy restaurado por obra y gracia de la Junta de Castilla y León, cuentan que para fomentar el turismo en la zona aunque nadie, empezando por el alcalde, tiene idea clara de lo que pretenden hacer con él. De hecho, lo único que saben es que quieren sacar tajada y salir en la foto. Rentabilizar la inversión, de alguna manera. Pero al alcalde no le queda más remedio que aguantar que la Diputación de Ávila le chafe el protagonismo, cosa que le tiene bastante irritado y que es el motivo por el que, generalmente, acaban saliendo todos con cara de malas pulgas. Yo, personalmente, prefería las ruinas. Tenían un encanto especial, sobre todo cuando las iluminaba la luna llena.

Me bajo del autobús, que seguirá todavía hasta Arenas de San Pedro, zigzagueando por la carretera, entre las verdes lomas de la ladera sur de Gredos. Mientras camino hacia casa la popa redondeada del coche 12 me rebasa, y su tubo de escape suelta un petardeo de humo negro, a guisa de despedida. Yo también resoplo. A fin de cuentas, nos parecemos bastante el viejo Katy y yo...


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el sábado 22 de Julio de 2006.

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