sábado, 21 de abril de 2007

EL GALLINERO



Por doquier escucho y leo opiniones acerca de la conveniencia o no de mantener "mascotas" en casa. Admito de antemano que la mía es lo más parecido a un zoo. Entre los mamíferos cuadrúpedos y el único bípedo no mamón (esto es, un jilguero), aventajan por uno al resto de mamíferos domésticos, bípedos, que sólo sumamos tres.

Tengo una buena amiga que no me visita porque es alérgica a los bichos. Del mismo modo que tengo alguna otra buena amiga que es bichoadicta, a conciencia. Incluso cuento con veterinarios en mi familia y mis amistades, lo cual ahorra una pasta en tratamientos médicos.

Perdón, a lo que iba.

La cosa es que, pese a mi incuestionable pasión por los bichos de casi cualquier clase, es indispensable poner límites. Ayer, por ejemplo, mientras iba pasando con paciencia infinita una fotografía tras otra por ese HP de escáner que acabo de comprarme, di con una que me trajo a la memoria el imborrable recuerdo de una bronca familiar que alcanzó nivel top en la escala Irrichter.

La cosa fue así: Hace muchos, muchos años, acostumbraba a pasar mis vacaciones de verano en la casa alicantina que me vió nacer, un primer piso en la benaluense plaza de Navarro Rodrigo. La casa era muy vieja y no disponía de lo que conocemos como inodoro o aseo, sino de una letrina al fondo de la galería interior, un simple banco de mármol con un agujero escondido bajo un tapón circular de madera. Sobre la letrina, existió siempre un altillo, que tenía un porton con lamas de madera para dejar pasar el aire y ventilar. Durante mucho tiempo la casa estuvo compartida por tres familias: el tío de mi padre, su hermana viuda, y su nuera -viuda también- con los tres hijos. Mis padres también vivieron allí un par de años, aproximadamente hasta que yo cumplí los ocho meses. A partir de entonces pasábamos todos los meses de julio y agosto, veranos dulces de grata memoria.

En fin... allá por el año 83, la más pequeña de aquellas primas mías se echó novio. Un novio "granjero" del que no recuerdo el nombre, ni ganas que tengo, porque era -al igual que ella- la cosa más tonta que había parido madre. El novio de mi prima echaba en falta su contacto diario con la vida campestre, así que no se les ocurrió idea mejor que instalar un gallinero en el altillo, sobre la letrina. Una instalación cómoda, por demás, ya que para alimentar al bicho en cuestión debían subirse a una escalera plegable. Era una cosa muy divertida. Sí. Yo jamás hubiera puesto objeciones a tan sano deporte... a fin de cuentas no era mi casa.

Eso hubiera seguido así, de no ser porque aquel año, cuando les visité en agosto viajaba con mi hijo, que era muy pequeño. Y como pequeño, muy aficionado a rodar por los suelos, y a llevarse a la boca todo lo que se encontraba. Así que cuando le pesqué, tal que de esta guisa, en mitad del "fregao" por llamarlo de alguna manera, lo primero que se me ocurrió decir no fue precisamente una delicadeza. El colmo de la diplomacia debo reconocer que no, no lo fui.



Por supuesto, nunca más volví a poner los pies en aquella casa. Hoy, la verdad, tampoco podría, porque ya no existe.

De mi prima y su novio (que luego fue marido) solo he vuelto a saber en diferido. Lo mismo a estas alturas tiene montado el gallinero en el altillo del armario del dormitorio. Que haberlos, haylos, lo que se necesita es dar con ellos.





El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el sábado 22 de Julio de 2006.

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