lunes, 23 de abril de 2007

NOCHE DE REYES

Atrapadas en una burbuja de la memoria duermen muchas de mis Noches de Reyes. A veces, como hoy, me entretengo en recorrer algunas de las más dulces, para regodearme en aquel sabor a espera, a nerviosismo, a curiosidad, a ilusión.

Aunque soy hija única, mientras fui niña disfruté durante un buen número de años de una parcela propia en casa de mi tía. En aquel entonces las penurias económicas de la familia eran grandes y la vida no les trataba precisamente con consideración, pero la noche de Reyes seguía siendo la noche de los niños, y también la de los mayores si alcanzaba el presupuesto. De entonces data la tradición inveterada de olvidarnos de todas las fechas señaladas: aniversarios de bodas, cumpleaños, onomásticas... solo se celebran excepcionalmente; pero en la noche de Reyes nadie se marcha de vacío: Eran los regalos de todo el año concentrados, donde más hicieran brillar los ojos.

Recuerdo haber pasado alguna víspera durmiendo en aquella casa, que parecía tener un calor especial. Los regalos se agrupaban por destinatario y salpicaban toda la vivienda (tampoco se vayan a creer que fuera algo tan desaforado, porque aquellos pisos nuestros tenían una superficie tirando a escueta, por no decir raquítica). Amontonados en una silla los regalos para J., en la cama de los papás los regalos para los papás, en la mesa del comedor los regalos de M., en el rincón sobre la cocina los regalos para A., en la mecedora junto a la ventana los regalos de... había regalos hasta para las mascotas.

Pasar la noche con mis primas, ambas mayores que yo, era parte de mi regalo. Habitualmente compartía la litera con M., que renegaba de dormir conmigo porque decía que la asfixiaba -yo era una cría con unas ganas enormes de abrazar a alguien, y en cuanto pegaba la pestaña me aferraba a quien estuviera al lado como una auténtica lapa, utilizando los brazos, las piernas, y hasta el cuerpo entero-. Así, entre bromas y amenazas, la noche transcurría en un duermevela inquieto que J., desde la litera de arriba, trataba infructuosamente de controlar:

- ¡Os van a oír y van a pasar de largo! -amenazaba, seria. Pero los Reyes estaban a lo suyo, y sabían bien que, con algo de paciencia, caeríamos rendidas por más curiosidad que tuviéramos.

Y el amanecer nos pillaba siempre desprevenidas. Conteníamos el aliento, sin reloj al que mirar, preguntándonos unas a otras si nos regañarían si asomábamos la nariz tan temprano en el comedor; así que J. se deslizaba con los piececillos desnudos sobre las baldosas heladas, hasta alcanzar a entreabrir una rendija de la puerta del dormitorio y atisbar si, sobre la mesa del comedor se apilaba algo o se veía desértica.

Salíamos del cuarto como duendes pequeñitos y nos quedábamos embobadas mirando lo que nos parecían auténticos tesoros... los plumieres con lápices de colores y los cuadernos, alguna muñeca, el calzado nuevo y brillante para el cole, los libros de cuentos, los caramelos, la ropa nueva. Y el carbón, siempre una mijita de carbón.

Y, entre murmullos de excitación y risas, esperábamos a que mi tío hiciera acto de presencia y volviese, como todos los años, a llevarse las manos a la cabeza porque los Reyes, una vez más, le hubiesen dejado como regalo un zurullo de considerables dimensiones.

Le observábamos, poniendo cara de repugnancia mientras pringoseábamos con nuestras doradas moneditas y cigarrillos de chocolate -supongo que ahora, con la ley anti-tabaco, los cigarrillos de chocolate habrán dejado de fabricarse y que hará lustros que no se les regalan a los niños, pero por aquel entonces hacían furor- porque el gran momento asqueroso-lúdico de la mañana consistía en comprobar como se zampaba mi tío el dichoso zurullo, poniendo cara de resignación y jurando que al año siguiente iba a tener unas "palabritas" con Sus Majestades. Alguna vez intentamos imitarle, pero nuestra repugnancia era mayor que nuestro atrevimiento.

Mi memoria acerca, entre otros regalos, una muñeca que era más alta que yo, que caminaba si la cogías de la mano y la hacías avanzar con precaución. Y los patines. Y los Juegos Reunidos. Y los estuches con lápices de colores. Y el año del caballete para pintar al óleo, acompañado del correspondiente maletín surtido con todo lo necesario para perpetrar la heroicidad.

Los años fueron pasando. La economía de mis tíos mejoró lo suficiente como para que los regalos del día de Reyes fuesen, poco a poco, traspasando la frontera del juguete de madera fabricado o la prenda de ropa tejida por mi tía a productos comprados en las tiendas. Lo suficiente para que, a medida que fuimos creciendo, los regalos dejasen de ser "cosas útiles para el cole" y pasaran a convertirse en el capricho útil o el adorno. Sin embargo, los Reyes siguieron siendo los Reyes, aunque fuésemos nosotras mismas. Y desde el verano nadie se compraba caprichos, para no pisar regalos-sorpresa; ni se metía la nariz en cajas escondidas en el tambucho sobre la cocina, por si acaso alguien había ido empezando a hacer las compras navideñas con tiempo.

Pero, por más años que hayan pasado -y mi prima mayor ya rebasa el medio siglo- en aquella casa todavía, cada año sin excepción, se cuelan los Reyes Magos dejando regalos para todo el mundo, haya o no haya niños en la casa. Desde que estamos lejos, les dejan también un paquete a mi atención con regalos para mi hijo, para la yaya y para mí.

A mis tíos no les fallan nunca los Reyes de Oriente. Porque son Magos. Mis tíos, claro, no los Reyes.


El original se escribió y depositó en El Café del Foro, el sábado, 6 de Enero de 2007.

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